Malayerba: Amigo

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Mi amigo es un jefe, un pesado. Dejó de hablar durante seis segundos. Volteó para todos lados y en el camión solo vio jóvenes que iban a la escuela y varias señoras que tenían cara de que tenían que surtir la despensa o pagar alguna deuda.

Y siguió. Yo tengo su número de teléfono celular. Y también el de su mano derecha. Se llama Juan. Juan no sé qué. No me acuerdo cómo se apellida. Me dijo, A la hora que quieras, pa’lo que se te ofrezca. Tú nomás márcame a esta madre. Pero no se ha ofrecido nada, por eso no le he llamado.

Yo he estado con ellos, con el patrón, en el rancho. Ellos me han invitado y la verdad se siente bien chingón estar allá, entre puros pesados. El jefe es tranquilo, no se mete con nadie. Pero también es cabrón. Por eso le tienen miedo. Nomás a su lado, ahí cerquita, pegaditos, trae a siete. Pero dicen que son como cincuenta cuando se mueve.

Un día me dijo, Oye, cuando quieras te doy una camioneta. Tú dime de cuál quieres y yo te la voy a regalar. Que fuera a la agencia, a la Chevrolet o a la Ford o a la que yo quisiera y nomás le avisara. Pero la verdad, pues no he tenido tiempo. Ando con otros asuntos y las morras y las fiestas.

La muchacha que lo escuchaba se acomodaba en el asiento y no dejaba de sentirse incómoda. Aquel hablaba con tanta soltura y seguridad, y sus palabras la recorrían como un filoso cuchillo, de esos que centellean cuando los mira el sol: la punta fina de esa hoja de acera raspándole, surcándola, abriendo con cierto erotismo su piel.

Volteaba para uno y otro lado. Él no. Él se dio cuenta que había acaparado la atención de ella, algunos años mayor que él. Y de varios alrededor. Iban sentados a la mitad del autobús y los rostros los acaparaban a ellos. A él. Por eso cuando se percató que volteaban a verlo, subió el volumen de su voz.

Sí, el jefe me insistió. Te voy a regalar una camioneta. Del año, de agencia. Tú nomás ve a verla, escógela. Y me avisas. Es el jefe, el patrón. Yo le dije, Jefe no, de verdad, muchas gracias. Lo que pasa es que tengo una hermana que se acaba de recibir de abogada y quiero que ella me la regale. Porque va a agarrar mucha lana.

Ya se la pedí. Claro que ella me dice que no, que trabaje, que me espere. Porque yo prefiero que me la dé ella. Aunque si quiero pues ahí está el jefe, que es un bato pesado. Yo tengo su teléfono celular y el número de su radio. Hasta me puedo mensajear con él, con su mano derecha, por el pin o el guasap.

Ella no cabía en el asiento. Quería cambiarse de lugar pero no quiso ser descortés. Su interlocutor levantaba la cara y estiraba el cuello. Alzaba la voz para alimentar su espectáculo y sentirse en el centro de ese viaje tenebroso, en ese camión urbano, rumbo al centro de la ciudad. A la nada.

Dio el apodo del patrón. El capo mayor. Lo dijo a gritos. Y volvió a decir que era su amigo, que le había ofrecido una camioneta de lujo. Ella prefirió bajarse. Se despidió sin muchas palabras. Bajó pensando en el monólogo ese, en la camioneta y el narco aquel, pero sobre todo en la vida extraviada de ese muchacho de catorce años.

Artículo publicado el 5 de diciembre de 2021 en la edición 984 del semanario Ríodoce.

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