Malayerba: Federales

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Soy sicario. El taxista lo miró por el retrovisor y no entendió. Cada quien, verdad, le dijo. El pasajero enseguida le mostró una reluciente pistola que traía en la sobaquera, del lado izquierdo.

Cuando le empezó a explicar de sus trabajos recientes y que era colombiano, entendió la palabra sicario. Entonces arrugó la piel entre los ojos. Él le mostró la escuadra que escondía en la bota derecha: no se preocupe, no lo voy a matar.

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Le pidió que lo llevara a un domicilio. Espéreme. Le dio un billete de doscientos pesos: si escucha disparos, váyase. El chofer nomás agitó la cabeza. Gulp.

Salió acomodándose la camisa, el saco, el cinto. Vámonos. A dónde. Agarra pa’l aeropuerto. Hasta las manos estrecharon en la despedida. Mientras manejaba recordó aquel que le dijo soy rata, una ratota. Ah bueno.

Ese hombre era un asaltante de primera, con ropa y olores de uno de quinta. A mí me encanta robar, la neta. De veras, preguntó el conductor sin pretender que le respondiera. Sí, es la mera neta. Y le soltó uno de cien. Lléveme para allá.

Aquí párese. Regresó y cuando estaba en el asiento trasero sacó una bolsita y se dio un pasón de polvo blanco. Ah, me estoy poniendo caliente. Vamos al expendio por unos pomos y luego con las putas.

Qué buen rapidín, confesó satisfecho. Mjm. Se quitó las botas descarapeladas y emanó un olor que le perforó los tabiques. Quiso tapar su nariz pero temió causar molestias. Sacó del fondo de la bota un fajo de billetes y le dio otros cien.

Le pidió que lo llevara a una cantina: le invitó una puta, tres pacíficos medias y una línea. Le confesó que se había puesto caliente de nuevo y regresaron al burdel. Otro de a cien. Bajó y le dijo, Aquí le paro. Salúdame cuando me vea. Acuérdese. Soy la ratota. Suspiró divertido.

Aquellos dos de mal aspecto terminaron de borrar su rato de esparcimiento cuando le hicieron la parada.

Llévennos para allá, a la vuelta. Ambos sacaron armas que traían fajadas. Revisaron el cargador, cortaron cartucho. No se agüite viejo, somos federales. Ah bueno. Se bajó uno y el otro le dijo, Si hay disparos nos vamos en chinga.

El federal salió con un periódico enrollado. Lo abrió y salieron varios de quinientos. Le advirtieron, Usted no hable, no escucha ni ve. Así será. Tenemos un jale de 150 mil pesos con un carro incluido, luego nos lo aventamos. Ahora hay que cobrar.

Siete paradas. Casas de venta de droga al menudeo y centros de distribución en grande. Más y más billetes. Métete por aquí. Pero es sentido contrario, reviró el taxista. No hay pedo, somos policías.

En el último punto le dijeron, Si hay putazos, usted váyase. Estos no le pagaron por adelantado. Dio dos vueltas y al ratito salieron con tres refrescos y otro abono para ese fajo que de tanto engordar apenas era posible apretarlo con una sola mano.

Ya’stuvo, le dijeron. Misión cumplida. Y pensar que podemos ganarnos esos 150 mil, nomás por matar a un cabrón pesado. Otra vez será. Cuánto es, patrón. Pensó en la tarifa: ciento veinte. Y también en la propina. Con tantas transas y extorsiones, se hizo ilusiones.

Ciento veinte, jefe. Se portó muy bien, le dijeron. Se saboreó. Sacó el paquete aquel y contó en voz alta: ciento- ve-in-te. Descendieron y le dieron las gracias. Pinches federales, son unos miserables.

Artículo publicado el 21 de noviembre de 2021 en la edición 982 del semanario Ríodoce.

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