Hasta siempre, Ríodoce

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Vayamos directo, al estilo Ríodoce, esta es una despedida. Es el Alfabeto qwerty al que esperaba no llegar nunca, pero aquí nos gusta meternos en camisa de once varas.

Por siete años escribí 400 columnas –exactamente. En Alfabeto poquísimas veces se habla desde la primera persona, esta vez será una excepción.

Difícilmente puedo mencionar un privilegio mayor que la propuesta de Ismael Bojórquez y Javier Valdez de ser el Jefe de Información del semanario y acompañar a los reporteros en cada texto. Además, estar en la página tres de Ríodoce era ya un exceso. Luego de la portada, después del índice, Alfabeto fue por siete años el primer contenido para el lector, y es con ellos mi deuda.

Mi aventura de la vida estuvo en la página tres los últimos siete años. Justo aquí. Cada semana sabía que necesitaba unas horas del viernes para encontrar 900 palabras, distintas a las 900 de la semana anterior, y con ellas poner un poco de orden al caos.

Los humanos no hemos encontrado todavía otra forma de explicarnos la vida mejor al lenguaje, todo es palabras, desde que nacemos las vamos acumulando y con el tiempo perdemos unas y ganamos otras. Escribir es un acto meramente artesanal, consiste en sacar palabra por palabra de un costal. Chillen putas, les ruega Octavio Paz a las palabras. Aquí hemos sido modestos, el talento no da para tanto.

En Alfabeto qwerty intenté descubrir personajes, amigos y enemigos, encender una pequeña velita en medio de la oscuridad incomprensible, y más que revelar me bastaba con poner en perspectiva un tema, sacudiéndole siempre el polvo de los prejuicios.

Escribir es sufrir. Elena Poniatowska lo dice mejor que yo: cuesta un huevo, en una audacia que Javier siempre celebró, él un lépero impenitente. Se sufre al narrar la desaparición de Mariana, en Navolato; la muerte del niño Guillermo, de apenas seis años, fue su recepción a la ciudad; el asesinato de Sandra Luz Hernández, por buscar a su hijo; la cobardía del Procurador Marco Antonio Higuera por no hacer lo que debía hacer; la valentía de la enfermera del Hospital General de Culiacán, que prefería hablar sin nombre sobre cómo se jugaban la vida en cada jornada al inicio de la pandemia…o la ciudad tomada, aquel octubre de 2019.

Margen de error

(Feliz) Una mañana de mayo de 2017, confirmé con Héctor Abad que “Casi siempre pasa igual: cuando la felicidad nos toca es cuando menos nos damos cuenta de que somos felices.” Recibí una llamada de Aarón Ibarra, nuestro reportero, fue como si cada palabra la estuviera esperando y supiera lo que iba a decir. Mataron a Javier.

Quien sabe de despedidas, sabe de ausencias. Por eso somos muchos en el equipo de los cobardones que prefieren solo largarse sin despedidas de por medio. Javier Valdez es nuestra gran ausencia en Ríodoce, en el alfabeto de los teclados, en el centro del corazón si es que queda algo latiendo por ahí en el pecho.

Hay un piso superior a Javier Valdez o Ríodoce, y es el siempre angustiante oficio del periodismo. Nos carcome por dentro, es adictivo, y es maravilloso.

Es encuentro con los otros, con los protagonistas de las historias que nunca somos nosotros, pero nos toca estar ahí. Es desencuentro, marca territorio y nos coloca de un lado distinto.

Mirilla

(El año) Escribir me mantuvo vivo, en un año donde escribir lo significaba todo. Hace justo un año estaba por descubrirme frágil, mortal como me supe aquel 15 de mayo de 2017. Hasta antes vivía en la inmortalidad. Escribir también es desnudarse, como todo acto de amor. Pascal lo sabe: “Cuando no se ama demasiado, no se ama lo suficiente”.

Así abordé siempre la búsqueda de las 900 palabras para mi Alfabeto qwerty en Ríodoce. Así mismo me despido. De mi queridísimo Ríodoce, del Alfabeto, especialmente de quienes me han otorgado unos minutos de su vida, a cambio de horas de la mía, y me han leído estos años.

Matizar es otra gran enseñanza del periodismo, siempre tendiente a la exageración, lo estrambótico, el adjetivo más fuerte. Matizo: Es una despedida entre amigos, que nunca son definitivas.

Primera cita

(Cita) Hay un lugar unos metros por encima del suelo donde el canto de los pájaros ensorde cada tarde, se impone por encima del trajinar de autos que esperan el verde en el bulevar Leyva Solano. Son centenares de cantos, de pájaros desafinados, no se imaginen esos pajaritos de las películas siempre tan armoniosos. De cuando en cuando un silencio deja llegar la voz del Tony desde El Guayabo, tiene lágrimas negras, como mi vida, canta el viejo.

Un gran ventanal enmarca la vista a deslavados patios traseros, uno más feo que el siguiente, pero esa era mi vista desde el edificio de Ríodoce. Ahí llegaba algunas mañanas un feísimo Cardenal, el rojo de sus plumas parecía deslavado como si la naturaleza se ensañara con él y se negara a otorgarle un rojo de verdad. Lo pensaba enfermo, pero era persistente, saltaba y picoteaba el vidrio. Al abrirle la ventana, huía.

Una mala mañana desapareció. Luego llegó la pandemia y nos mandó a todos a nuestras casas. En Ríodoce seguimos saliendo a la calle, el periodismo no se hace en una pantalla de computadora –excepto para escribir, es obvio. O se va al encuentro o no existes.

Hace unos días volvió el cardenalito. Ganó peso y fuerza, pero si naces feo sigues siendo igual de feo, hay cosas que no se pueden cambiar. Le va ganando al rojo, eso sí. Dio unos saltitos en el ventanal, le tomé unas fotos, picoteó el vidrio, y nos despedimos (PUNTO)

Artículo publicado el 31 de octubre de 2021 en la edición 979 del semanario Ríodoce.

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