Malayerba: Camionero

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Prometió cuidarla contra todo, pero no contra los policías antinarcos que llegaron a su casa, encapuchados, con esos cascos, gogles y guantes, tipo Robocop.

Los agentes llegaron y gritaron, Abran la puerta. La mujer se asustó. Estaba sola. Les abrió. Traemos orden de cateo. Y la hicieron a un lado. No tardaron en encontrar las pequeñas porciones de cocaína, en bolsas pequeñas, transparentes.

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Eso no es mío. Yo no sé nada. Es cosa de mi esposo. Pero su esposo no estaba: andaba vagando por los drenajes del vicio y la cerveza, asido a las pelvis cálidas y nocturnas.

Está usted detenida. Llévensela, les dijo el comandante que iba al frente del operativo.

Cuando le dijeron, Tu esposa fue encarcelada, no se preocupó. Ni hizo gestos de sorpresa o indignación. Sus cuñados le llamaron la atención. Ei loco, tienes que ayudarla, tú la metiste en esto, ella debe estar fuera, libre, y tú eres quien debe estar preso.

Siguió de frente con las juergas. Agarró morras de bares y burdeles. Continuó traficando al menudeo. El negocio iba bien. El patrón le surtía y él pagaba a tiempo. Eso le garantizaba dinero, mujeres, música, borrachera y polvo.

A sus treinta era todo un pleiboi. Alto, un cuerpo atlético heredado, de familia, sin sudor ni pucheros en el levantamiento de pesas del gimnasio.

Tenía pegue. Las mujeres lo veían, cuchicheaban. Le mandaban recados en pedazos de papel doblado. Se le echaban encima, le aventaban prendas íntimas y sonoros besos que intercalaban con labios con bilé impresos.

Pero él no se conformaba con sus conquistas. Él quería pagar, ir a la cantina. Agasajar a la Leonor y luego a Ernestina. Buscar en el teibol a Paulina. Exprimir la billetera haciéndolo con Selene y al otro día con Azucena.

Su vida estaba rutinariamente conectada por los hilos invisibles del deseo, lo lúdico, el juego: del bar con sus amigos, al burdel o al teibol, luego al motel, y después a patrullar la ciudad, asomarse en los coladeras y esnifear y esnifear.

En ese ritual de excesos lo alcanzó uno de los hermanos de su mujer, que seguía presa. Ei güey, no la chingues. Ni siquiera has ido a verla. Agarra la onda, cabrón, aliviánate, ayúdala, tienes que estar con ella y sacarla de la cárcel.

Les dijo sí. Mañana le voy a meter un abogado al asunto. La voy a defender, vas a ver. La voy a sacar. Te lo prometo. No te agüites. No te preocupes. Dile a mis cuñados que no hay bronca. Yo me hago responsable.

Y se fue de ahí después de palmearle la espalda. Contento y satisfecho.

Pero el abogado nunca llegó. Tampoco la visita ni el respaldo.

Siguió en el yacuzi de la perdición. Su fama de conquistador creció. Alguien le murmuró al oído que además de puchador podía ser chofer de un camión de pasajeros. Camionero. Esos batos agarran muchas chavas, puras morritas.

Agarró el volante y se sintió garañón. Espejeó buscando las piernas, las faldas a medio muslo, las miradas coquetas. Frenos de aire, música estereofónica y un tablero tapizado de calcomanías.

Sus cuñados encabronados. Le mandaron decir te tenemos sentenciado.

Aquel joven desconocido se sentó en la hilera del fondo. Fuera del alcance del espejo del camionero. Fin de la ruta. Le dijo bajan. Se acercó a la puerta delantera. Se acomodó el cinto. Un pie en el estribo. Algo sacó. Apuntó. Jaló tres veces el gatillo. Los tres a la cabeza.

Bajó. Un estratus que los seguía se detuvo a un lado. Se subió. El conductor le preguntó si todo había salido bien. El joven contestó con una sonrisa.

Artículo publicado el 17 de octubre de 2021 en la edición 977 del semanario Ríodoce.

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