Malayerba: ¡Taxi!

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Estaba harta de todo. De esa vida de casada pero sin marido. De tantos secretos entre ambos sabiéndolo ella todo. De quedarse callada cuando tocaban a la puerta de la garganta los gritos y aullidos.

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Harta, sobre todo, de esa sangre huyendo a través de la lumbre. Y de ese olor a quemado que siempre trae en sus fosas y en la memoria.

Ahí, sin voltear a ver los ojos que la miraban a través del retrovisor, soltó el llanto. Y todo se vino de una: los gritos y aullidos callados, ese olor seco como un golpe que deja tatuadas las trompas de Eustaquio, esos secretos que no lo eran.

El taxista enmudeció. La miraba intermitentemente. Siguió manejando y tembló. Nervioso y sin saber qué hacer sacó plática. No sabía qué preguntar. No sabía si debía preguntar. Pidió calma y no lo peló. Insistió sin buenos resultados.

Le dijo que él también tenía problemas. Que en ocasiones le daban ganas de llorar y que cuando podía lo hacía. Que sus clientes eran de todo: suben drogadictos y ejecutivos de empresas, homosexuales y amas de casa, estudiantes y gente de la sierra.

Algunos me platican sus broncas. Otros se callan y nomás escuchan. Algunos hasta me piden que los lleve a conseguir cerveza, drogas, prostitutas.

Y ella paró un rato. Se le quedó viendo con esa mirada nublada, que escampa, que da tregua a la lluvia. De todos modos usted no me conoce. Así que le voy a platicar: mi esposo es policía, de la ministerial, tenemos tres hijos y en general nos llevamos bien.

Pero él de repente se ausenta más de la cuenta. No va a dormir a la casa. Llega en la madrugada. Y no me dice nada. Sólo esa expresión hueca de ‘andaba en el jale’. Y lo peor es que dos, tres y hasta cuatro veces por semana llega ensangrentado.

A la hora que llegue y cómo llegue, sin importar qué estoy haciendo, él siempre me pide que queme el uniforme. Y no es cada semana ni cada tres días. Lo mismo puede pasar tres días seguidos o juntar cuatro en la semana.

Y yo le pregunto siempre. Pero qué te pasó, con quién andabas, qué hiciste. Y él siempre contesta que nada. Sin mayores explicaciones, insiste en que son ‘jales’ que le salen. Que sólo así hay más dinero. Que ya no pregunte.

Lo que sigue es el silencio aturdidor y doloroso. Ese silencio que pesa como un pípila en la espalda. Entonces hay que prender lumbre en el patio. Simular que es basura. Echar papeles del baño y periódicos. Uno que otro palo para que avive el fuego y lo mantenga. Luego la ropa.

Eso es lo más difícil, porque lo traigo aquí y me llega hasta los ojos, el cerebro. Eso es lo que me mata y me tiene harta, oiga. Harta: ese olor a sangre quemada, que se mezcla con la ropa, el papel, las tablas.

Y es todo eso que se junta a la hora de la quema. Pero sobre todo la sangre, porque es un olor que se distingue de los demás. Ese olor pesa en las narices y en la cabeza. Y de tanto que quemo y quemo, pues ya lo traigo aquí, siempre.

La señora terquea en señalar con sus dedos las fosas nasales. Parece que se quiere meter los dedos. Lo hace con enjundia, como si se fuera a golpear entre tanto aspaviento. Ya no lloraba. No hacía falta.

Aquí me bajo, oiga. Ojalá que no lo vuelva a ver. ¿A quién?, preguntó. A usted… y a mi marido.

Columna publicada el 01 de agosto de 2021 en la edición 966 del semanario Ríodoce.

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