Malayerba: camioneta negra

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En la banda de robacarros él era el jefe. Y si les decía quiero un yeta iban por él y se lo llevaban: enterito, rines de lujo, equipo de sonido, quemacocos, asientos de piel, color vino. El más insignificante detalle era atendido. Ese día les dijo tráiganme una camioneta. Quiero que sea una Lobo, doble cabina, negra.

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Los muchachos se esmeraron en buscarla. Corretearon algunas pero al final no les gustaban los detalles. Rayones en la carrocería,
equipo de sonido chafa, llantas gastadas y otras nimiedades.

Siguieron buscando. Eran dos jóvenes buenos en el negocio. Acostumbrados a realizar esos jales especiales: los pedidos del jefe  eran más que órdenes, una realidad impostergable, un caso de emergencia nacional.

Ya la encontraron, les preguntó cuando los vio de nuevo en la casa de seguridad. No jefe, en eso andamos. Hemos visto algunas camionetas negras, así, como usted la quiere, pero a la hora de la hora salen los detalles. El otro día vimos una que nos llenó el ojo, pero era robada.

Los vehículos que el patrón quería se iban a la sierra. Otros, que pedían otros jefes de más arriba, eran para algunos trabajos especiales, como asesinatos, traslado de armas o droga, o caravanas de la muerte para matanzas en territorio enemigo.

Pocas, muy pocas, eran para algún capricho personal. Pero si alguien se robaba un carro a mano armada o estacionado debía ser resultado de una petición, una orden del patrón. Los otros que robaban sin su consentimiento terminaban tirados en algún lote
baldío, a los pies de algún paredón, agujerados a balazos. Si alguien roba aquí los carros soy yo. Nadie más.

Les dejaban recados sobre los cadáveres, escritos a mano, en hojas de cuadernos o papel cartón, acusándolos de robacarros. Y la firma era macabra: un carrito de juguete, tipo jotgüils, encima del cuerpo inerte.

El jefe mandaba ahí y en la policía. Los agentes a su servicio le avisaban cuando sabían de un robo, les decían la ruta de escape y hasta participaban en la detención de los maleantes. Los entregaban al jefe, en lugar de ficharlos y encerrarlos. A los días aparecían con el tiro de gracia, en el mejor de los casos.

Pero en su mayoría tenían huellas de tortura, balazos en pecho, piernas y brazos, y las manos cortadas. Pa que aprendan. Y faltan más. Decían, en los mensajes escritos a mano.

El par de maleantes siguió en la búsqueda. Hasta que dieron con una: qué chingona, dijo uno de ellos. Nos la vamos a llevar. Esperaron a que la joven la estacionara en un centro comercial.

Llegaron, abrieron, la encendieron. Vámonos, es nuestra. Iban cantando, contentos por cumplir con su osadía. El jefe se va a cuajar. Ta machín la camioneta.

Llegaron y el jefe traía una encrucijada que dibujaban entre sus cejas las arrugas de su piel tostada. Los vio llegar y cerró los puños. Agarren a estos cabrones. Ah como son pendejos, les gritó. La saliva salpicó al ritmo de sus gritos a su alrededor. Amárrenlos y échenlos a la cajuela.

Agarró el Nextel y le habló a una mujer. Le dijo ya está aquí mi amor, no te preocupes. Y deja de estar chillando. La camioneta era de su esposa. Ella misma le llamó para avisarle, llorando, que se la habían robado, que eran dos jóvenes. Los vieron llevársela del centro comercial.

Supo que eran los suyos, sus muchachos. Los esperó a que llegaran y dio la orden. Mátenlos y pongan en el recado: por meterse con el jefe y robar lo que no deben.

Columna publicada el 25 de julio de 2021 en la edición 965 del semanario Ríodoce.

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