Malayerba: Amanecido

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El taxista tomó el bulevar De las Américas, hacia el norte. Viró a su derecha y subió por una calle amplia y empinada. Al llegar a la cima se encontró de frente con una camioneta blanca que tenía las luces encendidas.

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Le habían llamado temprano desde la central para pedirle que hiciera un traslado desde ese sector hasta el aeropuerto. Tenía veinte minutos para llegar cuando le hicieron el encargo y estaba a buena hora y ubicación.

Pero no encontraba la calle y las señas que le daba la operadora no coincidían. Vio que en la cabina de la camioneta estaba un joven: se le emparejó y sin bajarse del vehículo le dio los buenos días y preguntó dónde quedaba la calle fulana.

El hombre, de unos veinte años, parecía tener los ojos disparejos y un párpado gacho. Hizo movimientos lentos. Con torpeza tomó un bote de cerveza que le quedaba a su derecha, levantó la mirada y lo vio.

En el aparato de sonido de la Lobo sin placas se escuchaban corridos de hombres valientes, cuernos de chivo, pacas de billetes y mujeres hermosas. Las luces encendidas: la ciudad se asomaba a lo lejos, del otro lado de cerros pequeños, y los rayos solares rompían la estela de himen lechoso.

El hombre aquel gozaba de los alcaloides en ayunas. De un lado el bote rojo de Tecate y del otro asomó una negra escuadra Prieto Beretta. Le contestó que si qué quería. El taxista le insistió en que estaba perdido, buscando tal calle.

El de la camioneta lo miró como intentando afinar la vista. Una metralla de preguntas asomó torpemente por esa boca entumecida: qué quieres, para quién trabajas, a quién buscas, me estás vigilando.

No amigo, no. Ando trabajando y busco este domicilio. El otro no contestó y subió el arma de fuego a la altura de la ventanilla que daba al taxista. Este tomó el volante con fuerza y aceleró, cuesta abajo.

Por el espejo retrovisor miró que el de la camioneta lo seguía. Pronto, una patrulla de la Policía Municipal se le unió y él dijo me lleva la chingada.

Dio vuelta a la derecha y luego a la izquierda. Salió de nuevo hasta el bulevar De las Américas y en cuanto pudo viró otra vez a la derecha. La camioneta se le pegaba y la patrulla lo seguía un poco más atrás, con las luces de la torreta encendidas.

Le dieron alcance cuadras adelante. El de la Lobo se bajó primero y lo sacó del taxi a chingazos. Los de la patrulla llegaron segundos después. El joven aquel les dijo escúlquenlo y los polis se apuraron: cajuela, guantera, asientos, tablero, y sus ropas.

Compa, no hice nada malo, le dijo a uno de los agentes. Al que deberían detener es a este amigo, anda bien pasado. No le contestaron. El comandante, un anciano canoso, miraba sin hablar, hasta que dijo por qué huiste. El taxista contestó, Me dio miedo.

Ni el de la camioneta ni los polis encontraron nada. El conductor aquel se le acercó y lo sujetó del brazo: un tufo de desvelo y cerveza, maloliente y tibio, le llegó: de dónde eres. El taxista le dijo que de El Limón. Entonces, conoces al Rey. Sí, es mi amigo.
Lo soltó. Le dijo que no había pedo, que se fuera, que por qué no lo había dicho antes. Perdóname compa.

Con movimientos telúricos se subió al taxi. Reinició la búsqueda y encontró en la calle, con todo y maletas, al cliente aquel. El hombre subió. Le dijo, Por favor al aeropuerto, rápido. Y le preguntó, No era usted al que iban persiguiendo ahorita.

Artículo publicado el 18 de julio de 2021 en la edición 964 del semanario Ríodoce

 

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