Malayerba: El hijo desobediente

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Desde niño vio el llanto de su madre. Habitual, como si toda la casa fuera tiempo de aguas. Lágrimas y lágrimas, sollozos, palabras ondulantes y mocosas. La vida líquida del dolor en esas cuatro paredes blancas, en la que Óscar creció sin saber qué había pasado con su hermano: solo sabía que no estaba, que su padre lo había buscado por cielo y mar, y que su madre lloraba y lloraba, regando la tierra que pisaba en toda la ciudad.

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Mamá qué tienes. Mamá cálmate, ya no llores. Pero ella no podía controlar los grifos internos, detrás de sus ojos, cuyos contornos, ya hinchados y siempre irritados, parecían la fuente eterna de la tristeza y la vejez. Una senectud anticipada, a sus poco más de cuarenta, por tanto insomne sufrimiento. El joven se vio encerrado y sin compañía, hasta que optó por salirse y buscar amistades que lo mantuvieran en la calle.

Óscar le entró al churro de yerba. Meses después su madre se dio cuenta que lo había descuidado y habló con él. Mijito, deja esas amistades. Pero él no hacía caso. Le decía que sí, que nomás iban a jugar futbol. Lo sorprendió fumando y le dijo que terminara con ese vicio. Él asintió. Ya no estaba ahí, sino de viaje intergaláctico, levantando los pies del suelo y en pleno relax. Oyó su voz como un eco lejano y la miró sin mirarla.

Una vez vio que salía con uno de esos, de su clica. Iban en una moto y alcanzó a ver que llevaba una cuarenta y cinco debajo de la camisa desfajada. Lo quiso detener pero Óscar solo respondió ahorita vengo, amá. Se quedó con el Jesús en la boca. Jesús mil veces, musitó. Y lloró por él y por su otro hijo, de quien seguía sin saber nada.

Óscar avanzó en el túnel oscuro de la calle, junto con su amigo, en la motocicleta. Vieron su objetivo: un taxista. Acababa de dejar a un pasajero y regresaba cuando lo encañonaron por la ventanilla y el otro se subió del lado del copiloto. Danos las llaves del carro, saca el pinche dinero. Órale puto, si no te apuras te vamos a matar. Óscar quiso reaccionar. Vio el arma, el cañón aplastando la sien del taxista, pensó en lo peor pero no reaccionó. Quiso decirle a su amigo no lo mates. No tuvo el valor. Lo bajaron a golpes y se llevaron el vehículo.

Tres kilómetros y ya oían las sirenas de las patrullas. No pensó que fueran por ellos. Ahorita nos la pelan, dijo su amigo. Óscar no estaba tan seguro. Los alcanzaron, les cerraron el paso y los dos terminaron levantando los brazos. No disparen. Óscar dijo que él no llevaba armas, que él no quería hacerlo, que. Ahora está en la cárcel. Llora y llora y llora. Se acuerda de su madre y entonces sí reacciona. La llama por teléfono y le dice amá ven, ayúdame, sácame de aquí. Yo no quería. Perdóname. Y llora más. Y ella con él.

Columna publicada el 13 de diciembre de 2020 en la edición 933 del semanario Ríodoce.

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