Patrullando la ciudad

javier valdez cafe

Patrullando la ciudad

Algunas madrugadas me desvelo

Y ando como un gato en celo

Patrullando la ciudad

  1. Sabina

 

 

La mitad de su vida Javier Valdez Cárdenas escribió crónicas. Durante 25 años alternó el diarismo, a menudo aburrido y repetitivo, con la escritura de crónicas urbanas.

Lea: Javier Valdez y la tercera jornada que no pudo ser https://bit.ly/2TeELNB

Javier encontró en el género periodístico de la crónica un remanso de paz. Se trataba del desfogue a tantas historias con que inevitablemente se iba topando.

Las entrevistas, reportajes y noticias, Javier Valdez las asumió como la parte comprometida del periodismo y el momento que le tocó vivir, con su ciudad y su país. En las crónicas que fue acumulando a lo largo de su vida, lo que encontramos es un Javier en carne viva.

El género le permitía licencias imposibles en la noticia o el reportaje, una fundamental: pasaba a ser un personaje invisible, no por la obviedad de que se muestra con su propia voz en el texto y menos porque escribiera desde el yo, sino porque nunca le bastó ser el testigo que le toca narrar el suceso y entonces asumía las penas ajenas como propias. Y sufría.

Invariablemente, en las crónicas de Javier Valdez está la ciudad donde vivió. Culiacán aparece de una u otra manera. Con su salvajismo y su ternura.

Hoy la ciudad de la que tanto escribió está en pausa, enclaustrada. A la vez se desborda como siempre.

El texto que sigue es un seguimiento a Javier Valdez aun patrullando la ciudad.

El viaje inicia seco. La prohibición en la venta de alcohol, impuesta hace un mes, impide el trago de güisqui en el semáforo en rojo. ¿Quién le va a reprochar otro pecado?

Es posible que a los primeros que seguirías es a los desahuciados. El patrullaje iniciaría para mirar a quienes nadie mira. Vagan como perdidos, son los únicos que siempre tienen rumbo.

Y está el hombre que va y viene por el puente Almada. De tanto andar el mismo camino tiene llagas en los pies. Los largos huesos de las piernas van cediendo y se ven arqueados. El hombre no para. Ahora usa un par de palos como bastones. Ya no solo camina, esquía por la Obregón de norte a sur, de sur a norte por el puente. Habla siempre. Habla consigo mismo, con quienes pasaron ayer, o antier, o pasarán mañana.

Después están los renuentes. Andan apresurados por aquí y por allá. Aquellos que a pesar de todo tienen que salir a la calle, aun cuando les pidan tapabocas o causas justificadas para ser transeúntes, trashumantes. Un virus no los detendrá, hay otros miedos más poderosos que el contagio.

Y aquí está el vendedor de pan. Harina y azúcar son los motores que mueven el mundo. La conchas, corbatas, picones y roles, se pasean en la vitrina móvil. Cada nombre es un albur, una frase chispeante. Pan y panadero se estacionan en una esquina al sol, la inclemencia del calor siempre presente en la ciudad los mantendrá como salidos del horno.

¿Por qué no? Un pan a falta de güisqui.

Patrullar es rodar. Y es un acto que va del centro a la periferia.Conducir sin rutas ni destinos. No hay brújula, todo es mero instinto.

El centro de la ciudad es, por definición, el punto de encuentro. No es el todo. Tus intereses están en la periferia. En las oquedades. Tugurios. Los lados oscuros de la ciudad que se esconden, aun a puertas abiertas.

Así se llega a las orillas. Donde la ciudad vive sigue indomable, irresponsable. Los plátanos, naranjas y tomates en venta en las aceras, junto a las gorras con rifles y hojas de mariguana, con los discos piratas de fondo. Las motocicletas zumban y las camionetas sin placas se atraviesan en doble y triple fila.

Luego volver al centro. Siempre al centro. Donde la ciudad apagó los arcos de seguridad para detectar armas, y abrió arcos de sanitización. Una brisa viscosa baña a quien los cruza. Matar el virus es la consigna.

¿Y los enamorados eternos? Que se miran desde la mesa de Los Portales bebiendo café. Dónde está la pareja que se besa sin parar en la banca de la plazuela Obregón. Siempre los mismos y siempre otros. Hombre y mujer, niño y niña, todos sin edad. Atrás de la Catedral, por si alguien piensa que es pecado. Hoy besarse es más que un pecado. El intercambio de fluidos es la condena. Imposible hacerlo en público, quizás ni en privado.

Tu estación de suministros es El Guayabo. Eres el único con acceso a la reunión de los fantasmas.

¿Dónde han quedado los boleros, comerciantes de piratería, de cinturones y lámparas, de cachitos de lotería, de dulces, chicles y pepitorias que van de cantina en cantina? Muchos son personajes con nombre en tus crónicas, no por el oficio. Van del Guayabo al Cactus, del 7 Mares al Periodista.

En tiempos normales aquí terminaría el patrullaje por la ciudad. Pero ni son tiempos normales, y quizás no hubieras sobrevivido a mantener el tapabocas en el rostro, Javier.

Artículo publicado el 10 de mayo de 2020 en la edición 902 del semanario Ríodoce.

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