Balas al aire

disparo

Los sinaloenses asistimos nuevamente al concierto de balas de todo calibre y vimos a través de las redes sociales a las y los que ejecutaban su instrumental letal. No era el estruendo de la música de Wagner que encendía el ánimo de Hitler tampoco los tambores percutidos del bolero de Ravel, sino el del estrepito de las balas rompiendo el aire frío de la noche.

Buscando, quizá con ello, alcanzar la sintonía con las estrellas. La percusión de plomo en realidad nos volvía a lo básico, a la memoria el 17 de octubre del “culiacanazo”, cuando otras balas superaron la imaginación y las imágenes de vehículos pertrechados con armas de alto calibre que dieron vuelta al mundo.

El poder de las armas nuevamente era el sello de la casa y mostraba su capacidad para enmudecer a la autoridad que bajo la justificación rutinaria de “no tener mayores consecuencias”, decidía no localizar esa noche de jauja y algarabía de fuego percutido. Al fin era un festejo por la despedida del año y la bienvenida de otro. El sentimiento de estar vivos en un estado de paradojas donde bajan los homicidios dolosos y aumenta en forma directamente proporcional el número de desaparecidos que luego aparecen en fosas clandestinas.

Afortunadamente, en el balance del día siguiente no aparecen pérdidas humanas, como sí las ha habido en otros años que ha dejado familias rotas, donde algunos de ellos estuvieron en el momento y lugar equivocado.

Quizá, por fin, ya hemos aprendido a cubrirnos de estas manifestaciones en este gozo de cada final de año como un presagio de lo que nos espera en el siguiente. De este ejercicio de poder que se ha vuelto una tradición anclada en un pasado presente violento y que no tiene para cuando irse. Un ritual sin otro sentido, que no sea una nueva trasgresión del orden establecido y la imposición de un poder efímero, como una de las tantas ráfagas de plomo que cruzaron una noche que soltó lágrimas en el sur del estado.

Se imponía una visión machista donde el arma se vuelve una extensión del falo y el fuego un orgasmo sin más límite que la capacidad del arma que se dispara. Ante este clímax fascinante la satisfacción es mayúscula cuando hay absoluta impunidad. El sentimiento cultivado de que las armas lo pueden todo y sólo por ello, vale la pena ejercerlo, en esta noche única como cualquier otra de 24 horas. Cómo la reiteración de una forma de un poder registrado en el ADN sinaloense. Ese falso que dice define sin considerar que el ser humano está hecho de todos esos lodos. Que no somos la excepción, está en todos los humanos.

Expresiones aisladas en la narrativa de “que somos más los buenos, que los malos” y, que no es una práctica solo de Sinaloa, que la practican en otros estados incluso otros países, pero lo cierto es que está aquí como un tótem al que cada año se le rinde pleitesía cómo si fuera el último y seguro lo será para muchos por las buenas o malas.

La fascinación que los sinaloenses tienen por las armas está ahí, con el fuego y la muerte a la que convoca, como podríamos desprender de una lectura rápida de la condición humana en Masa y Poder, la obra emblemática de Elías Canneti, el pensador austriaco más sólido de su generación, quien explora como el buen cirujano en los pliegues del ser humano para revelarnos su propio crisol de matices grises.

Y es que la muchedumbre mira entre sorprendida y extasiada, las imágenes de la red, donde hombres y mujeres, dan rienda suelta a su frenesí violento para vivir por unos instantes el placer del uso de las armas, del fuego interpósito.

Quizá, mañana cada uno volverá a lo suyo, a ser el buen ciudadano de siempre, el que vende o compra todos los días; el que va a misa para agradecer al de arriba y paga puntualmente los impuestos.

Y es que el fuego tiene algo de hipnótico y excitante. Atrae la atención y despierta los sentimientos más recónditos del ser humano. La llama sublimada por la cultura. El sentimiento de colectividad que nos enseña la escuela, la iglesia, la comunidad y a los que se impone la cotidianidad de las relaciones humanas que resultan siendo las más decisivas en el momento que marca nuestro paso por las avenidas de la vida.

Por eso en sociedades cómo la nuestra, donde pareciéramos estar más “lejos de dios que del diablo”, se impone la cultura de las balas. La sinrazón de las emociones más básicas. Aquellas dignas de Freud que están ancladas en la solidez de una subcultura de lo socialmente correcto, y que somos renuentes a despojarnos de ella, porque siempre la costumbre termina por imponerse sobre la voluntad.

Ese, es, el sentido desconcertante de este concierto que llegó para quedarse entre los sinaloenses.

Artículo publicado el 05 de enero de 2020 en la edición 884 del semanario Ríodoce.

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