Malayerba Ilustrada: Cambio de bando

Tas. El sonido de la cachetada se fue pronto, el dolor se quedó: sintió caliente ese costado de la cara y la sangre hirviente bajando por la mejilla. No hizo nada. Sostuvo la mirada unos segundos y luego la bajó.
Disculpe usted, patrón, respondió, mordiéndose el escroto. Qué discúlpeme ni qué la chingada, quítate de mi camino si no quieres que te dé piso.

Era un tipo alto y fuerte. El sombrero ladeado, barba rala y una mirada que encendía lo mismo que aplacaba. El policía que estaba al mando del retén no dudó en marcarle el alto cuando lo vio bajar por la carretera a Tepuche.

Todo en él era placoso: la camioneta, el cinto, las botas, el pantalón, las cadenas y los anillos, la camisa. Y esa altanería que caracterizaba a los que tienen dinero y poder: son los que mandan.

Y ése fue el error del policía: haberle marcado el alto para una revisión. En cuanto se bajó empezó a imponer su poder: párale, hijo de la chingada. Agarró el teléfono, un motorola flaquito y negro: ahorita vas a ver.

Terminó de hablar y le pasó el celular. Era el comandante de la policía. No sabes con quién te metiste, déjalo ir inmediatamente y cuando llegues a la oficina platicamos. No lo podía creer: el placoso había hablado con el comandante y luego se lo había pasado.

Fue cuando le devolvió el aparatito. Tas. Como un latigazo. Como si le hubieran dado una cachetada con una cuarta. Eso para que no te me andes atravesando, y ya te dije: te doy piso.

Vio partir la camioneta, y mientras más se alejaba, perdiéndose entre las curvas de la carretera, más se le hinchaba el cachete y amargaba el alma: estos cabrones mandan y encima me ordenan que lo deje ir, y aparte la cachetada.

Se subió a la patrulla. Atragantándose de impotencia siguió con esos rondines de vigilancia de los que nunca resulta nada. Nada que no sea esa galopante amargura de querer cumplir con el deber y no poder.

Manejó despacio toda esa tarde. Su compañero lo escuchó mentar madres, vaciarse, mientras conducía la patrulla desde la 6 de Enero hasta la Loma de Rodriguera, y de ahí a Tepuche. Era el sector asignado para esa jornada.

Pensó y habló: las condiciones en que realizan su trabajo, los bajos salarios, las cuatro balas en el cargador y otras cuatro en las fornituras, los chalecos antibalas anticuados, el uniforme derruido y la patrulla tosijosa.

Todo esto para una cachetada. Es humillante. Llenó su cabeza y su estómago de piedritas amargas y pesadas para alimentar la ira y el rencor.

Su compañero lo escuchó. Guardó silencio: sabía que tenía razón.

Duraron meses en esos rondines de vigilancia. Rutina para alimentar el tedio. La partida de la policía cambió, la ruta fue cubierta por otros y él, que era jefe de grupo, fue enviado a realizar su trabajo con otros agentes.

Al tiempo, el agente aquel que había sido el depositario de los desahogos del que era su superior fue ascendido a jefe de grupo. Y rumbo a Imala, zona en que realizaba sus rondines de vigilancia, paró a los ocupantes de aquella escaleid color plata.

El conductor bajó: alto, fornido y con lentes oscuros. Era su exjefe. Se saludaron con amabilidad, sin abandonar la sorpresa. Y se explicó: ya dejé eso de andar de policía, los bajos salarios, la chinga que se arrima uno y las maltratadas.

Me pasé a este bando. Gano harta lana. Y ahora soy quien da las cachetadas.

Columna publicada el 1 de abril de 2018 en la edición 792 del semanario Ríodoce.

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