Voces en El Guayabo

Rolando de Rondón llegó a la cantina El Guayabo, eran las cinco de la tarde, hora en que algunos deciden curarse “la cruda”. Echó un vistazo, dio cuenta de cada uno de los pocos clientes que había.

Cual sicario suspicaz buscó un lugar y se dirigió a una mesa que estaba bajo la sombra del famoso guayabo.

El zurdo de inmediato lo atendió. Pidió una cerveza, sin más comentario, lo cual extrañó al cantinero, abrió la lata y la puso sobre la mesa. El parroquiano, mirando de soslayo el panorama, dio un buen trago y se sumergió en sus pensamientos. Todo en calma, las voces de los pocos asistentes le llegaban lejanas, más de pronto, escuchó: pist, pist. Rolando miró hacia un lado y otro sin encontrar a nadie, tranquilo, pero alerta, tomó la cerveza, antes de empinarla de nuevo: pist, pist, pist. —Acá compa, arriba. Rolando volteo, pero solo miró el árbol al que se le movían las hojas de una manera agitada. —Soy yo, el guayabo. El parroquiano sacudió la cabeza y miró hacia un lado y otro, nadie lo miraba. Buscaba discreto el origen de aquella voz que de manera clara escuchó, era una voz un poco cascada, como de viejo, pero muy clara. —No te alarmes compa, tu no me conoces pero yo ti sí, como conozco a cientos, tal vez miles que han venido a este antro desde hace más de sesenta años. Te quiero hacer un comentario; tranquilo. Seré breve.

—¿Comentario?
—Sí, estás sentado en el lugar donde empezó mi historia, o si prefieres, leyenda, porque debes saber que mi fama tiene sus razones. Te contaré como empezó…
—El pedo es que…
—¡No! No me interrumpa. Tampoco me mire así, sé que eres de armas tomar, pero eso no va conmigo.
—¡Uta madre! Me voy…
—¡No! No te irás, será hasta que me escuches.
Rolando de Rondón intentó levantarse, pero no pudo, se removió un poco y quedó quieto, luego reaccionó, intentó levantarse de nuevo, pero no pudo.
—No te molestes, tranquilo, seré breve ya te lo dije. Empezaré por contarte que este antro abrió sus puertas desde 1953 con el nombre de El Viajero, era una cantina como las muchas que había por toda la ciudad, o sea una más “del montón”, pero en 1988 llegó aquí un hombre que tomó las riendas del negocio, ese fue don Arturo Torres Méndez, un tipo de buena estampa, culto y de muy buen talante. Hizo cambios a la cantina, pero lo más notable fue el trato a los clientes, eso se debió más a su forma de ser, era de esos seres que atraen como el imán.
—¿Y también le cambió el nombre?
—No. Él llegó en 1988 y el nombre anterior permaneció varios años más; fueron los mismos clientes quienes le impusieron mi nombre, ocurrió que algunos de los amigos del señor Torres preferían sentarse precisamente allí, donde ahora estás tú, y empezaron a decir: “nos vemos en el guayabo”. La frase se popularizó al grado de que mi fama se impuso hasta borrar el nombre de El Viajero.
—¿Pero quienes fueron esos parroquianos?
—Eran personas de mucha influencia social: hombres de letras, maestros, escritores, poetas, artistas del canto, la música, la pintura, la escultura, periodistas, comerciantes, industriales, banqueros…
—¿Y los narcos, los políticos, no asistían?
—Sí. Pero en aquellos entonces ni se notaban, eran gente bien portada. Tenían sus códigos de honor, se hacían respetar, pero también respetaban.
—¿Y de qué platicaban aquellos?
—De todo, eran, ya lo dije, gente culta. Los poetas declamaban odas, sonetos y poemas de Shakespeare, Darío, Borges. Los comentarios eran cátedras sobre literatura. Citaban a Dickens, Carpentier, Reyes, Novo; de la filosofía a Platón, Sócrates, Nietzsche. Estaban bien informados de política, cine, y el arte en general.
—¿Y qué música escuchaban?
—Se alegraban con la tambora sinaloense, nuestra música clásica y popular, pero también les tocaban valses y boleros; a veces contrataban conjuntos de cuerdas para escuchar a Chopin, Mozart, entre otros.
—¡Uta madre! Pues sí que volaban altos esos Compas.
—No te salgas Rolando de Rondón, guarda tus palabrotas para los de tu ralea. Pero sí, tienes razón, aquellos sí que volaban alto, y no por su dinero, que también lo tenían, sino por su calidad de gente, tenían cultura cívica. Algo que ahora no se practica, el respeto ante todo, no levantaban la voz, lo mismo respetaban a un niño, un anciano que una mujer.
—Fueron tiempos de un romántico pasado.
—Sí, y que lamentable es que haya sido sepultado por la corrupción, violencia e impunidad, que han impuesto los malos políticos y sus secuaces que nos gobiernan.
—¡Uta güey, ya la cagaste! De una vez, dime, pa que chingados me cuentas todo esto.
—El léxico es lo primero que se pierde en un país donde se impone la corrupción…
—¡Ya chole con esas pendejadas!, ¿dime a quien tengo que quebrar para que cambie este cagadero?
A nadie. Pero hay algo que puedes hacer.
—Sí, ¿qué es?
—Cambia de actitud, sé otro, estudia, prepárate para que seas mejor ciudadano y luches con eficiencia, eso se logra con la ley en la mano.
—No hombre, no conozco mejor ley que esta —dijo Rolando de Rondón tocándose la 9mm—, tendría que volver a nacer para hacer ese cambio. Tu sabes, “árbol que nace torcido, jamás su rama endereza”.
—Tú no eres árbol, aquí el único árbol soy yo, así que…
—¡Cómo una chingada, yo no puedo cambiar!

El grito llamó la atención de los parroquianos. Rolando de Rondón se irguió, mirando retadoramente se tocó la cintura, todos desviaron la vista, y salió abriéndose paso entre los parroquianos.

Se cumplen 15 años de bregar entre la muerte y la esperanza, comenta el editorialista de este semanario. Agrego, con palabras robadas: Que al igual que Javier, airosos hemos de seguir ante el rencor de los cobardes: “¡Justicia ¡Justicia! ¡Justicia! Para Javier Valdez Cárdenas y los 130 mil asesinatos cometidos en este sexenio federal”.

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Artículo publicado el 25 de febrero de 2018 en la edición 787 del semanario Ríodoce.

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