Perlas de pepe

 

 

Dos personajes iluminan por similares circunstancias el territorio de mi infancia. Antes de entrar en detalles, quiero decirles que si algo me ha maravillado en mi vida —después de la literatura— es el cine, y que si algo me despierta pavor es ver muertos. Refiero los extremos porque mi fascinación por el cine doblegaba a mi pavor. Con la imaginación a salvo de connotaciones, para mí los muertos que salían en la pantalla eran muertos de verdad. Por ello procuraba no pasar a espaldas del cine México, por esa calle donde —según yo— iban a parar los muertos. Me imaginaba un cerro de difuntos atrás de la pantalla.

Cuando Marisol Padilla Sánchez me contó que en su debut en el cine, en la película Dunas, casi a sus diez años de edad, el director le indicó que en la siguiente escena ella tendría que morirse, se sobresaltó.

—¿Pero yo no me sé morir? —le dijo esa niña a David Linch, quien le explicó cómo le haría.

—Pobrecita —le dije—, después de eso fuiste a parar a espaldas del cine México.

Ella desconocía esta perspectiva y de inmediato la ubiqué. Se carcajeó con ganas al visualizar este exceso de inocencia, similar al suyo en el momento dado, que conservé hasta que supe que los juguetes de Navidad no los traía el Niño Dios, ni Santa Claus, al que nunca me mencionaron porque era rarísimo ver un extranjero en La Cruz. Apenas en las películas.

Para poder entrar al cine antes de lo permitido en el pueblo tuvo que interceder el hecho de que quien recogía los boletos en la entrada era mi tío Leoncio Aguilar, que provocó el primer recuerdo permanente en mi vida al regalarme un perrito peludo, café y encantador, al que bauticé con el irreverente nombre de Dolfy. La irreverencia estriba en que era en honor de Adolfo Hitler. Aunque no lo crean, platiqué muchas veces con el Dolfy, quien junto con el Vadinho, que debe su nombre a un personaje del escritor brasileño Jorge Amado, han sido mis perritos consentidos.

 

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “El cine México”.

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