Jovencísimo Quevedo cruza la Obregón

 

MARTÍN AMARAL. Ciudadano de a pie.
MARTÍN AMARAL. Ciudadano de a pie.

 

Gracias a la deferencia de Luz María Chombo, tuve oportunidad de participar en la selección de los textos que componen Vuelo Libre, la compilación de escritos de Martín Amaral publicada recientemente. Fue una tarea ingrata porque hubo que dejar tantos fuera, y feliz porque pude constatar, más de un año después al revisar los volúmenes por fin terminados, que —como dicen los argentinos de Gardel— Martín cada día escribe mejor.

 

Aunque no deja de ser un poco triste que cada vez se deje leer mejor justamente porque una gran parte de los temas que le inquietaban de esta ciudad y el país, siguen igual o peor: la tontalegre buchonización culichi, la galopante culichización del resto de México, la UAS y su burocracia, empeñadas en parecerse al gobierno al que hace 40 años combatían; las instituciones culturales, tan espejo del mandatario en turno; las costosas gracejadas de los gobernantes, que nos siguen convenciendo de que el sistema democrático que tan caro nos han vendido, funciona a la perfección para que los peores se encumbren.

 

Curiosamente, al poco de que conocí a Martín, hace cosa de 20 años y me lo topaba casi diario en diversos puntos de ese pequeño universo entre la plazuela Rosales, Difocur y el Tabachín, le propuse medio en broma —aunque llegamos a platicarlo en serio— lanzarlo de candidato a alcalde. No recuerdo si era por esas fechas que trabajaba en el Ayuntamiento, pero un día lo vi cruzando la Obregón, frente al Palacio, legajos y libros bajo el brazo, anteojos redondos y la greña al aire, como un jovencísimo Quevedo, y juro que tenía toda la estampa de gobernante posmoderno.

 

En esos tiempos las candidaturas independientes no estaban en boga como ahora, pero las boletas siempre han tenido ese inútil recuadro para anotar candidatos “no registrados” y yo le vendía la idea de aventarse en una candidatura ciudadana, una gesta sin más objeto que mover el agua, hacer ruido y combatir el tedio provinciano. Pero lo cierto es que yo sí veía en él un enorme prospecto de presidente. Obvio, la empresa no pasó a más, en parte por descomunal y en parte porque, puestos a investigar, descubrimos que el protocandidato no cumplía el requisito de edad mínima que entonces se exigía para gobernar mal, al parecer otro requisito innegociable.

 

Entonces, parte de lo retador de aquella charada era la certeza de que aunque sea en la campaña, Martín haría ver mal al alcalde de turno y a los candidatos opositores; como a la postre tantas veces hizo lucir mal a funcionarios de medio pelo, oportunistas de campaña, compadres y parientes de turno y a los eternos genuflexólogos de la cultura.

 

Y releyendo, me doy cuenta que Martín sigue siendo, desde sus páginas, capaz de hacernos ver mal: a los muchos que teniendo algo que decir abandonamos con pretextos mínimos los espacios ganados para el ejercicio de la palabra y el pensamiento. A los que escriben aspirando a la gloria y terminan entre las mesas mendigando su cuota de aplausos. A los columnistas a sueldo, los aduladores orgánicos y los críticos al mejor postor.

 

A los tantos que hemos desmayado en una empresa grande o pequeña, para luego lamentarnos de nuestra suerte, de la injusticia divina, o la ceguera y necedad de los otros. A quienes dejan secar su jardín atenidos a la lluvia. A quienes hacen un trabajo mediocremente apenas por llenarse los bolsillos. A los que caminan dando tumbos y a ciegas, sin reparar en la belleza, en los milagros cotidianos y los frutos de la grandeza humana que obsequian el arte y las letras.

 

A los tantos, los demasiados que como ciudadanos, volvemos el rostro ante las muchas cosas fallidas, injustas, indignas y vergonzantes de nuestro entorno, como las que con su atenta mirada y certera y persistente pluma, Martín nos señaló más de una vez desde las planas que llenaba cada semana, por tantos años y casi hasta el fin de su camino.

 

Creo, y lo refrendan estas páginas, que nuestra ciudad tuvo la enorme fortuna de encontrar en Martín un cronista, un analista, un animador y sobre todo un actor apasionado; como fortuna tuvieron las muy diversas empresas que abrazó e impulsó con su trabajo, su fe y entusiasmo, en su corto tránsito por este mundo. Fortuna como la que tenemos quienes coincidimos con él en tiempo y espacio; quienes nos contagiamos de su avidez de vivir y transformar, y lo acompañamos en un trecho de su fructífero vuelo.

 

En el país que conocimos, los espacios públicos desde siempre han albergado estatuas: de figuras de la historia más o menos cierta, de políticos con más y menos deudos, aduladores o herederos; de artistas y deportistas con mayor o imaginario mérito. Pero nunca se ha visto un monumento a un hombre común, sin alhóndiga, locomotora en llamas, minuto de gloria ni estampita. De un ciudadano de a pie que nos represente a todos, pasados y venideros.

 

Quiero imaginar un Culiacán futuro, donde Gasparín ya no sea nuestro ícono al 100, donde las Hummer no provoquen estremecimientos o caravanas a su paso; una ciudad distinta, vivible y entrañable, donde la metralla no acompase el fin de cada año; donde la música no sea alterada, ni cante las sagas del narco; donde los gobernantes no sean personeros de camarillas, del poder heredado y el lucro.

 

Una ciudad que en su última plaza, parque o explanada, atesore la estatua de un ciudadano como el que todos tendríamos que aspirar a ser. No en un pedestal, como un prócer herrumbrado, sino a ras del suelo, de pie junto a un árbol, o sentado al borde de una fuente o una banca, sonriendo satisfecho, con un libro entre los brazos. Un libro como el que hoy nos convoca, uno que oculta entre sus páginas briznas de la hierba que holló el hombre justo que quiso y consiguió ser Martín, mientras hacía lo suyo para seguir salvando al mundo.

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