Los tenis

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La orden del jefe no dio milímetros para otras balas ni otro par de pestañas: mátenlo. Les dio instrucciones. Los del grupo contrario debían entregar a ese, porque no hacerlo era empezar una guerra. Si no lo entregaban, los iban a aplastar. Cuando les dijo esto, el jefe piso fuerte, golpeó el piso y lo removió con coraje, como cuando se aplasta con saña una cucaracha.

No hubo resistencia. Llegaron y ya lo tenían listo. Iba amarrado de manos y con la cabeza cubierta con un trapo. Es el mismo. El mismo que mató a balazos al sobrino del jefe, no más por una lana que le debía. Si le hubiera avisado al jefe, el jefe hubiera intervenido. Una regañada, obligarlo a que pagara. Ahí se hubiera acabado todo. El jefe estaría contento y su sobrino vivo. Pero se fue por su cuenta el bato. Se lo topó y lo siguió y cuando lo tuvo cerca le disparó con un arma corta. Lo hizo tantas veces que no podía sobrevivir a los ocho o diez impactos.

Cuando el jefe tuvo frente a sí al gatillero, éste le explicó por qué lo había hecho. El jefe se puso colorado. Como que se aguantó las ganas de soltarle un golpe o cortar cartucho y jalarle. Tragó saliva y piedras, se le hizo gordo el buche en ese viaje de su garganta al esófago y pareció tropezar con la tráquea. Lo miró desde los tenis hasta la cabeza. Llévenselo. Ya saben lo que tienen qué hacer. El desconocido no le pidió perdón ni lloró. Agachó la cabeza, cerró los ojos y cedió a los jaloneos de sus captores.

Después de golpearlo, se lo llevaron a un cuarto. Lo amarraron. Así estuvo unos minutos, a oscuras y atado al mueble de madera. Luego fueron por él. Iban platicando de las morras, de la lana. Oían corridos perrones y cantaban. Él iba en la parte de atrás: de madrugada, acostado en el suelo, junto al sillón, entre brincoteos y las voces de esos asesinos será lo último, junto con los mejores recuerdos. Lo bajaron. Había yerba y humedad. Sintió sus pies helados y las plantas mojadas. Boca abajo. Pum pum. Un tercero a la cabeza, para asegurar.

Le anunciaron al jefe. Yastá patrón. Un seco oquei fue su respuesta. Al día siguiente los periódicos anunciaban una nueva ejecución. Bajo el puente, en una zona deshabitada, entre el monte, con el tiro de gracia y descalzo. Cómo que descalzo, preguntó sin hablar. Frunció el entrecejo y gritó tráiganme a esos dos. Les dijo que malamente se habían quedado con esos tenis dolche en gabana, de ocho mil pesos. Levantó la voz y golpeó con su puño la mesa. No es posible, cabrones. Llamó a otros cuatro para que les dieran unos tablazos y los dejaran castigados. Cuando salían del cuarto, los siguió el grito del jefe: agarren la onda, cabrones, somos asesinos, no ladrones.

 

 

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