El comandante

 

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Qué te he hecho yo, comandante. El jefe policiaco se lo preguntó con el arma de fuego asomando bajo los linderos del pantalón. Era una trescientos ochenta. Qué te he hecho, cabrón. Subió de tono y le advirtió: puedes detenerme por traer un arma que no es de cargo o por insultarte y echarte de la madre, comandante… pero si tantas ganas tienes de matarme, por qué no nos agarramos de una vez a balazos.

El comandante se quedó sentado en la silla. Tenía arriba del escritorio su escuadra y a un lado, recargado en la pared, su chanate, el aerrequince. No dijo nada. Miró a ratos a su interlocutor y luego la pistola. Se movió, incómodo, en el sillón y como que no hallaba dónde colocar sus manos. Genaro se salió echando madres y padres. Hubiera deseado que ese güey que tanto odio le tenía agarrara el arma para tener excusa y jalar el gatillo.

Ese mismo día había salido de su casa temprano. Su mujer le avisó que afuera había dos vehículos, entre ellos una suburban. Al menos tres o cuatro hombres armados lo estaban esperando. Él sabía qué querían: matarlo. Un viejo zorro no deja de afilar sus colmillos ni sus uñas. Antes de que se dieran cuenta, saltó la barda y dio con el vecino de atrás y se fue en taxi a la policía, para encarar al comandante. Afuera de mi casa están tus gatilleros, puto. Si me quieres trozar, aquí mismo nos la partimos.

Antes, frente al procurador, al jefe de la policía y otros funcionarios, le reclamaron por qué no había seguido los protocolos en el traslado de un detenido. Pusiste en riesgo toda la operación, le gritó el procurador. Cómo eres pendejo. Atrás, con el brazo sobre un archivero, el comandante observaba y sonreía. Él, que también era uno de los jefes, se encabronó tanto que sacó su arma, cortó cartucho y apuntó. Dirigió el cañón a todos, pero se detuvo en el comandante. Tú fuiste, hijo de puta. Sin dejar de mirarlo, les explicó que había mandado cumplido con el protocolo, pero ese cabrón lo bloqueaba.

Cuando se calmó, bajó el arma y dijo que renunciaba. Salió de ahí como si trajera el culo enchilado. Veinte minutos después lo andaban buscando para decirle que seguía dentro y que todo estaba olvidado. De todos modos renunció, pero a los meses. Supo de ellos siempre, de sus movimientos, del comandante con quien traía números rojos en el gatillo de su trecientos ochenta: a la cacha, le hacía falta una muesca.

Una mañana fueron por él. Sí voy pero no en patrulla. Fue en su carro y allá lo esperaban el procurador y otros mandos. Dónde estabas ayer y con quién. Respondió con seguridad y frescura. En mi casa, con mi esposa y unos amigos. Por qué, preguntó. Mataron al comandante. Y creen que yo fui, cuestionó. Sonrió, mostrando sus largos labios. Yo no lo maté. Pero cómo me hubiera gustado.

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