Malayerba: Cambio de giro

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Sentado afuera de su casa. Una sombra nutrida de un árbol de olivo le cubría la cabeza y el resto de la humanidad ahí presente: él y su compadre, y ambos, sentados de frente en esos taburetes de madera, compartiendo una yelera pequeña y las tres caguamas que en su interior sudaban a chorros.

Esto es vida. Sí compa, esto sí es vida.

Ya era hora, me la debía compadre. Qué bueno que le puso un alto, ta cabrón tanto trajín, tanto riesgo, andar de arriba para abajo. Eso sí, mucha lana y todo, pero ta duro compadre. Ta duro.

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Ambos miraron hacia arriba. Bañándose de las sombras y el aire fresco del verano. Las panzas por delante, abultadas. Las piernas abiertas. La respiración profunda, ligera, flotante. Ah, qué rico. Qué a toda madre.

Casi durmiendo. Las rolas de los tigres aplacaban a ratos los bostezos. El ritmo del tun-tan los mantuvo ahí, entrecerrando los ojos y al mismo tiempo levitando, cantando, tarareando, moviendo los pies al compas de la tarola.

Eran sus primeras vacaciones. Cinco años yendo y viniendo. Cinco años se dicen fáciles, pero son para empezar dos palabras, nueve grafías, un chingo de peligro y estrés, pero también hartos dólares.

Cinco años de viajes. Primero a la frontera. Por Tijuana y por Nuevo Laredo. Paquetes con lo que sea: papel sanitario, tomates, cebolla, pepinos, chile. También viajes de placer, con la familia o amigos.

Pero siempre con un clavo de coca en algún lado, escondido, blindado, guardado secretamente, silente y efectivo. Pero sobre todo fuera de todo alcance de los agentes federales, de los soldados que eran pajosos en los puntos de revisión, y de la aduana igual que de los policías gringos.

Por eso nunca lo torcieron. Su expediente no está en los archivos penales porque no hubo detención alguna. Y así, con esa apariencia de persona tranquila, afable, simpática y segura, pasó, traspasó. Violó la ley y volvió a violar.

Por fuera ni se inmutaba, parecía seguro y espontáneo. Pero por dentro, bajo ese ropaje de serenidad y paciencia, habitaba un hombre que sudaba, al que se le sublevaban los intestinos y lo apuraba la vejiga.

Hasta que se cansó: tanto asfalto tragado por los motores de su camión, tantas señales y rayas devoradas por las llantas, y las comidas a mitad del camino, con nadie, en medio del desierto o junto a desconocidos en algún restaurante, y desveladas y estrés y desgaste.

Basta. Ya estuvo bueno. Me retiro.

Y se retiró. Ahorró un poco de dinero. Voy a poner un negocio, le dijo a su mujer. Estoy hasta la madre de todo esto. Pongo un changarro, dejo de andar de aquí para allá, descanso y me quedo contigo y mis hijos.

Decidió el giro. Compró cinco mil pesos de discos compactos. Discos piratas. No buscó local: por su casa pasaba mucha gente y carros, con un anuncio afuera, que él mismo hizo, llamó la atención de conductores y peatones.

Buena elección. El changarro iba viento en popa.

Eso lo tenía ahí sentado, sumergido en el relax. Abrió apenas los ojos y vio a los de verde deteniendo la camioneta que era la punta de un convoy. Dos encapuchados tomaron las esquinas. Los de tránsito y de la municipal venían atrás.

El oficial que venía a cargo se acomodó la escuadra. Traía una subametralladora emepecinco y se la terció. Caminó hacia él. La calle ya estaba copada por el ejército.

Valimos madre, compa. Ya nos cayeron, dijo en voz baja. Su compadre se incorporó como resorte. Él pensó: no hay para dónde correr, están muy cerca, ya me chingué.

— A cuánto los discos.

Columna publicada el 11 de abril de 2021 en la edición 950 del semanario Ríodoce.

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