La bella Cracovia

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Llego a Cracovia luego de una larga travesía por tierra desde Budapest y lo hago a través de un bosque infinito de pequeñas poblaciones, accidentes geográficos y tonalidades acrisoladas. Cae la noche y con ello crece el bullicio de esta ciudad donde abundan jóvenes en bares y restaurantes. Me instalo en un departamento en el barrio de Stare Miasto a unos pasos de la Plaza del Mercado, considerada la segunda más grande de Europa, punto de encuentro de todas las voces y nacionalidades, y desde ese rincón en un edificio de hormigón armo mi estancia de tres días.

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Por la mañana salgo a caminar y me encuentro con un gran parque y me sumo a un tour que dirigía un guía canario, que lleva a un grupo variopinto de chilenos, argentinos y un español de Vox que destilaba crítica contra la izquierda del mundo. La columna humana sin ponerle mucha atención se dirige hacia lo alto del Castillo de Wawel, mandado a construir en el siglo XIII por el rey Casimiro III El Grande, desde donde se ve buena parte de esta ciudad que la atraviesa el río Vístula.

Este castillo medieval fue habitado durante siglos por la realeza polaca y más recientemente por los nazis cuando ocuparon la ciudad y los altos oficiales se instalaron en una de las alas que luego, cuando se fueron, duró mucho tiempo desocupada. Los polacos en un acto de resistencia se oponían a respirar en el mismo espacio y utilizar los mismos retretes. Su patio central permite al viajero apreciar la majestuosidad del conjunto arquitectónico y especialmente la Catedral con una cúpula de oro macizo que habría mandado a regalar un rey como tributo a la gran Cracovia.

Camino hacia la parte baja y se percibe una ciudad ordenada de edificaciones modernas sobrias que contrastan con los muros de las edificaciones antiguas. Se respira un aire cultural cuando escuchas a violinistas que en las plazas y pasillos interpretan a Vivaldi, Beethoven o Bach hasta llegar a la gran Plaza del Mercado que dista mucho de las nuestras, desde donde se puede apreciar sus edificaciones antiguas entrelazada con las modernas y el bullicio de la gente que consume la poderosa sopa de mejillones con la infaltable cerveza Mostow con su vigoroso sabor a frutos y cítricos.

Sigo mi travesía por la calle Floriańska que concluye en los restos de una muralla de ladrillo macizo y un pasadizo donde un joven esmirriado con su saxofón interpreta Blue Train de John Coltrane. Al lado está un colorido de decenas de obras plásticas que cubren buena parte de un muro con una combinación perfecta lo antiguo y lo moderno. Lo religioso y lo pagano. Atravieso el Centro Histórico para entrar en el mundo cotidiano de los cracovianos. Los pequeños mercados, las tiendas de segunda, las ancianas pobres que venden en las banquetas cualquier cosa buscándose unos zlotys (moneda polaca).

No obstante, la dignidad cristiana de la ciudad y las personas están a flor de piel. Calles limpias y una cortesía innata. Ganas de orientar, de explicar su barrio, animar a recorrerlo, gente que se siente orgullosa de su ciudad y su historia.

Y ahí voy imaginando la ocupación de esta zona hasta llegar al barrio judío de Kazimierz, el del gueto de Varsovia, ese que vimos a través de la película de la Lista de Schindler del director Steven Spielberg. Recorro el barrio con la paciencia de Job mirando ese ambiente de contraste de sinagogas, panteones con la estrella ubicua de David, monumentos, bares, restaurantes, ofrendas, música y los judíos ortodoxos con sus largas barbas y su vestuario bekishe y kipá, o la infaltable gran rocaque delata la muerte como algo perenne, como algo que se alimenta de otras piedras que desconocidos depositan en su entorno como un tributo privado, silencioso. Digno de hombres y mujeres conscientes de su pasado, de una historia construida a golpe de violencia y mirando siempre hacia el futuro. ¡Oh!, cuánto nos enseña la historia y cuan poco la utilizamos, como remedio a nuestras manías contra el otro o los otros.

Mis pasos me llevan con cavilaciones de nuevo hacia la Plaza del Mercado donde me espera Alejandro Rodríguez con su gorra de los Venados, un joven mazatleco que se casó con una bella polaca y vive en esa ciudad desde hace unos años. Me dejo guiar y me llevó a un mesón “donde preparan la mejor sopa polaca”, ahí entre cucharadas de un espesor con matices opacos, remembranzas de su amistad con mi hijo y sorbos de una cerveza con cuerpo, me despido una noche de mayo de la bella Cracovia para viajar en tren rumbo a Berlín.

Artículo publicado el 30 de junio de 2019 en la edición 857 del semanario Ríodoce.

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