Navegar por el Danubio

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Viajar, escribió Claudio Magris en su novela Danubio, es una escuela de humildad y no le faltaba razón al escritor italiano cuando el viaje siempre será reconociendo una precariedad irremediable y la posibilidad de aprender en el sentido más amplio de la palabra.

Llego a Budapest una mañana nublada y húmeda de mayo y se me revela inmediatamente majestuosa. Sus calles limpias y alineadas con muchos edificios de hormigón dignos del periodo soviético.Todas esas banquetas y avenidas son el espacio perfecto para ver su cotidianidad: una anciana que camina con un baguette bajo el brazo y a duras penas con su bastón, el hombre sonriente que vende su fruta de temporada, la columna de niños y niñas que se dirigen a un gran parque o la gente que bebe café en pequeñas mesas mientras degusta galletas de un horno familiar.

Son estampas cotidianas de una ciudad considerada entre las más bellas de Europa. Budapest es el resultado de la unión en 1873 de tres ciudades ubicadas en vega del espectacular río Danubio, al que Johann Strauss le mereció el vals Danubio Azul, que al escucharlo obliga un déjávu a esta región del mundo.

Esas ciudades fueron Buda y Óbuda en la orilla oeste mientras del este se agregó Pest, creando una conurbación muy afortunada que dio como resultado la palabra Budapest.

Llegó a un hotel modesto del populoso barrio de BlahaLujzaTér donde prolifera el bullicio en las estaciones del tren doméstico, metro, autobuses y a cada paso están los comederos de comida rápida turca y asiática.

Me introduzco en ese mundo palpitante y empiezo a recorrer las calles aledañas imaginándome historias de esta ciudad que fue invadida por los nazis en 1944 y liberada por el Ejército Rojo en el otoño de 1945. No menos memorable es el primer intento popular fallido de liberarse de los soviéticos en 1956, hasta la instalación de la democracia después de la desaparición de la Unión Soviética y el final de su sistema de satélites en el este europeo.

Rememoro entonces la profundidad de la crítica de Magris cuándo afirma: Lo que entonces, en los años de Hitler y de Stalin, se derrumbaba en el corazón y en el pensamiento de muchos, era sobre todo la fe en el comunismo (…) el desertor de un partido es un huérfano de la totalidad: cuando el militante comunista clandestino, que ha entregado su vida a la revolución y trabaja en los países dominados por dictaduras fascistas, descubre la perversión estalinista de la revolución, acaba por encontrarse en una tierra de nadie, ajena a cualquier sociedad y exiliado de la vida misma.

Camino sobre la avenida Andráss y voy al encuentro del Puente de las Cadenas donde por su parte baja fluye el vigoroso Río de Danubio en una tarde espectacular y tomo uno de los botes que lo recorren y es cuando ves la grandeza de esta ciudad fusión.

Las edificaciones históricas rápidamente se revelan en toda su grandeza, como son el llamado Castillo de la Colina o el impresionante Parlamento, con sus grandes esculturas de la ciudad del escritor y fotógrafo GyulaHálaz, mejor conocido como Brassaïo también llamado Ojo de París, como lo identificaba el inolvidable Henry Miller.

Al día siguiente volví a pie para recorrer la zona y apreciar mejor espacialmente sus alrededores, me encontré dos lugares con un gran simbolismo que llama sutilmente a luchar contra el olvido: En un pequeño jardín se encuentran fotografías y algunos restos de maletas y ropa que tienen que ver con judíos que perdieron la vida en manos de los nazis; y la otra en la vega del río, a unos pasos de la sede del poder legislativo, un conjunto de zapatos y zapatillas en hierro oxidados instalados sobre roca que rememora ese escenario donde eran llevados judíos para hacer ejecutados mirando el fluir de las aguas del Danubio y allá en lo alto el Castillo de la Colina.

Una verdadera metáfora trágica donde ambas imágenes representan el sentido último de la vida y la libertad, el lento fluir del agua y la belleza inmortalizada en esas edificaciones. Un texto lo recuerda: A la memoria de las víctimas que fueron fusiladas junto al Danubio por los milicianos de las Flechas Cruzadas entre 1944 y 1945.

Budapest, sin embargo, es más que sus monumentos; son su gente, los mercados vitales llenos de colorido,su comida y sus vinos y cerveza, sus bares donde se escucha del mejor jazz de Europa y se ven a hermosas mujeres con garbo y desparpajo que pasan dejando su aroma en tu nariz.

Asistí a uno de estos bares, el Opus Jazz Club ubicado la calle Mátyás, en un edificio y un escenario especial para los amantes de este género de música. Pasé una velada inolvidable bebiendo vino mientras escuchaba a algunos de los grandes del jazz de esta ciudad a la que algún día, me lo prometo, regresaré.

Porque como bien lo decía Magris: viajar, como contar, como vivir, es omitir. Así sea.

Artículo publicado el 16 de junio de 2019 en la edición 855 del semanario Ríodoce.

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