Brooklyn, Nueva York._”Mi apodo era el Rey“, respondió Zambada cuando la fiscal le preguntó cómo le llamaban. Y cuando inquirió por el origen del sobrenombre, el Rey agregó con total naturalidad: “me gané ese nombre cuando nací”. Los miembros del jurado, volteando a ver al hombre con el uniforme azul de prisionero, sonrieron. Un par de risas se escucharon en el fondo de la sala. “Cuando nací, mi padre me puso el nombre Jesús y dijo que había nacido el Rey”.
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Después de un día y medio de testimonio en el juicio contra el Chapo Guzmán en Nueva York, el testigo se veía más relajado, gesticulando mientras explicaba y ofreciendo detalles con más soltura. Cuando dijo que era el hermano más chico de su familia, sonrió.
Jesús Reynaldo Zambada García pudo haber sido el Rey desde que nació, pero no siempre fue un criminal, le aseguró a la corte. Antes de trabajar como líder de la plaza de la Ciudad de México para el Cártel de Sinaloa, era gerente general en una compañía común y corriente de la capital. Ese trabajo, que consiguió después de titularse como licenciado en contabilidad, terminó cuando su hermano el Mayo empezó a figurar como narcotraficante. Después de ver a su hermano en los medios, sus empleadores lo corrieron.
Una vez que empezó a trabajar como sublíder del Cártel de Sinaloa, el Rey usaría nombres falsos en documentos como credenciales de elector, licencias de conducir y visas para entrar a Estados Unidos. No declaraba sus ingresos, cargaba una pistola calibre 380 y conspiró tres veces para matar a agentes policiacos que trabajaban para Arturo Beltrán Leyva.
Incluso llegó a transportar a Guzmán Loera a la Ciudad de México después de escaparse de la prisión de Puente Grande en 2001.
“Ahí fue cuando lo conocí en persona”, dijo acordándose de ese día de mayo de 2001 cuando vio a Guzmán Loera por primera vez. Estaban en un terreno semidesértico con arbustos en Querétaro, un lugar que el Rey le había encontrado a su hermano para aterrizar el helicóptero que traería al Chapo para evitar su recaptura después de escaparse, en un carrito de lavandería, de la prisión de Puente Grande en Jalisco.
Mientras Zambada recordaba esa anécdota de 17 años atrás, Guzmán Loera lo veía atento desde su lugar en la mesa de la defensa. Vestía un traje y corbata azul con una camisa blanca. Horas antes, el Chapo había entrado a la sala buscando directamente la mirada de su esposa, Emma Coronel, que vestía una camisa blanca impecable bajo un saco largo azul oscuro con botones dorados, leggins negros, el pelo suelto y unos lentes de pasta color vino.
Esa mañana, después de levantar el brazo derecho para saludar a Coronel, el Chapo saludó a su equipo legal de mano, como cada día desde el inicio del juicio. Uno de sus abogados, Balarezo, se sentó junto a él para ayudarle a acomodarse la corbata mientras el resto del equipo se congregaba a su alrededor para hablarle de cosas que el público no alcanzaba a oír.
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Ese día de 2001, continuó el testigo, después de recoger al Chapo en Querétaro, el Rey y su esposa Paty, lo transportaron a la casa del Mayo en las Lomas de Chapultepec, en la Ciudad de México. Para evitar que la cámara de la caseta lo identificara, el Chapo se tapó la cara con un periódico al entrar a la Ciudad de México. En la capital los esperaban los policías del Rey. “Cuando vio a la policía se asustó”, explicó Zambada, “pero le expliqué que eran gente nuestra”. Los judiciales, con una patrulla y una moto, los escoltaron hasta su destino, según el testimonio del Rey.
La estancia del Chapo en la Ciudad de México no duró más que un día. Después lo llevaron a resguardarse en un rancho pequeño con una casa grande de madera en Villas del Carbón, Estado de México. La propiedad era de Barbarino, un pistolero “temido y famoso” del Chapo y Arturo Beltrán Leyva.
En las reuniones que el Chapo sostuvo en el rancho, recordó el Rey, siempre estaban organizándose para ponerse a trabajar. El Cártel de Sinaloa llevaba alrededor de 10 años en guerra con los Arellano Félix. Una guerra que había empezado por la plaza de Tijuana y se había desenvuelto en una serie de asesinatos, incluyendo el de pistoleros y clientes de la discoteca Christine en Puerto Vallarta, donde el Chapo intentó matar a Ramón Arellano Félix, el asesinato del Cardenal Posadas en el aeropuerto de Guadalajara, el asesinato de Ramón Arellano Félix a finales de 2002 por órdenes del Cártel de Sinaloa y el intento por asesinar al Rey en una tienda de la Ciudad de México a mediados de los 90.
“Un día me interceptaron unos sicarios para intentar matarme”, recordó Zambada en la corte federal de Brooklyn durante el tercer día del juicio. “Me tiraron un balazo muy cerquita, como de aquí a la pared”, dijo señalando con la mano derecha la pared a menos de 2 metros de distancia. “La bala rozó mi cabeza, me caí al suelo, brinqué inmediatamente con mi pistola en la mano y empecé a pelear”, explicó. El balazo le hizo una herida profunda en la sien que sangraba profusamente, dijo mientras se sobaba el lado derecho de la cara. “Los sicarios trabajaban para Ramón y Benjamín Arellano Félix”, agregó después.
Durante esa misma guerra, mataron a su hermano Vicente, quien no estaba involucrado con el cártel, en la puerta de su casa en Cancún. Además de la guerra contra los Arellano Félix de finales de los 80 a 2006, “vivimos la de Arturo Beltrán Leyva contra los Zetas”, dijo, que se libró de 2003 a 2006 y la del Chapo contra Arturo Beltrán Leyva de 2007 a 2008.
Desde el escape del Chapo hasta el arresto del testigo en 2008, las responsabilidades del Rey en la Ciudad de México incluían supervisar las bodegas, controlar el aeropuerto y a las autoridades gubernamentales. Para hacerlo, contó en su testimonio, sobornaba a los altos mandos policiacos de la Procuraduría General de la República, Caminos y Puentes Federales, la policía judicial, la del Distrito Federal y hasta la Interpol para que le dieran protección a los movimientos de droga, a los líderes y a los trabajadores.
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“Una de mis actividades era corromper a las autoridades en la Ciudad de México”, dijo el Rey a la corte cuando detalló los 300 mil dólares que distribuía al mes en sobornos. Uno de los pagos que hizo fuera de la capital fue para el “general Toledano” que trabajaba en Chilpancingo, Guerrero, contó. Después de avisar que quería importar un cargamento de cocaína por Guerrero, el Chapo le dijo que fuera a ver al general Toledano de su parte para avisarle que iba a estar trabajando en el estado, que le diera 100 mil dólares de regalo y le mandara un abrazo, recordó Zambada.
Lo que podría haber sido una explicación tediosa por el grado de detalle de las preguntas de la fiscalía, se convirtió en una especie de clase sobre la historia del Cártel de Sinaloa. Después de horas de hablar sobre la formación de “La Federación” y su estructura, la fiscal incluso utilizó una pizarra con tiras de velcro para pegar las fotos de los narcotraficantes mencionados en el interrogatorio. “¿Dónde iría el acusado?”, le preguntó a Zambada. Cuando él respondió que junto al Azul, la fiscal pegó una foto del Chapo en su pizarra negra. A su derecha, Guzmán Loera la veía mientras colocaba su cara en el collage.
Más tarde, recargado en el respaldo de la silla, el Rey Zambada gesticulaba con las manos mientras explicaba qué plazas controlaba el Cártel de Sinaloa de 2001 a 2008. Los miembros del jurado tomaban nota. Coronel, reposando la cara sobre sus manos, escuchaba con atención. De vez en cuando, las personas sentadas en la sala de la corte federal reían con el Rey cuando éste insertaba un poco de espontaneidad en sus respuestas.
“Las plazas controladas por sublíderes eran…”, expresó mientras se encorvaba concentrado sobre la pantalla táctil frente a él, y circulaba diferentes estados en el mapa de la República Mexicana proyectada en las múltiples pantallas de la corte. “Baja California Sur”, dijo al trazar un círculo sobre dicho estado, “Sonora, Nayarit”, circulaba estados en la pantalla, “Jalisco, Guerrero, Chiapas”, más círculos, “Tabasco, Quintana Roo, Chihuahua”. Pausó el Rey para observar, satisfecho, el mapa con sus marcas en rojo… “por decir algunas”, añadió recargándose en su asiento.
Los sublíderes que controlaban las plazas eran Ignacio Coronel, el Nacho, en el caso de Guadalajara, Benny Contreras en el caso de Quintana Roo, Arturo y Héctor Beltrán Leyva en Guerrero y Morelos, Benny Contreras en Chiapas, el Nene Jaramillo en Baja California, Macho Prieto y Gonzalo Inzunza en Sonora, Germán en Chihuahua, Arturo Beltrán Leyva y el Chapo en Chihuahua y él mismo en la Ciudad de México. Inzunza, según explicó, era el encargado de construir los túneles. Lo describió como una persona muy inteligente y muy importante para el cártel.
Después de su extradición en 2012, el Rey explicó que firmó un acuerdo de cooperación con el gobierno de los Estados Unidos después de declararse culpable por importación, distribución y venta de cocaína y por pertenecer a una empresa delincuencial continua. A cambio, el gobierno le dará una carta de recomendación que el juez puede tomar en cuenta cuando determine su sentencia. También logró obtener una visa para que sus familiares se mudaran a Estados Unidos.
A lo largo de su interrogatorio, la fiscal le mostró diferentes fotografías al testigo para ver si reconocía las caras. Éstas incluían la de Amado Carrillo Fuentes, Juan José Esparragoza el Azul, Arturo y Héctor Beltrán Leyva, Benny, Joaquín Guzmán Loera e Ismael Zambada García. Para darle credibilidad a su conocimiento sobre las fotos, la fiscal le preguntaba, con cada una, cómo sabía quiénes eran. El proceso se había convertido en una danza tediosa a la que Zambada se había acostumbrado. Respondía, una y otra vez, que lo sabía porque había crecido con el Mayo, o porque era amigo cercano del Azul.
Por eso, cuando la fiscal le enseñó la foto de un hombre con barba y ojeras grandes preguntando si reconocía a la persona, los miembros del jurado se rieron cuando el Rey respondió “Claro, soy yo”.
En su uniforme azul de prisionero, debajo de una chamarra que le dieron porque le había dado frío, el Rey veía su propia cara capturada años antes en la foto proyectada en las pantallas de la corte. En esa cara más joven tenía una expresión de enojo y una mirada fría que contrastaban con el testigo carismático al que la corte había llegado a conocer. La fiscal tampoco logró contener la risa cuando añadió “no le voy a preguntar cómo sabe que ese hombre es usted”.