La ceremonia del adiós

vida 3


Siempre la ceremonia del adiós será un acto íntimo que llama inequívocamente a la memoria, al recuerdo, a los pasos cortos y largos de la existencia. A los recuerdos de este, o aquel personaje, que en su paso por la vida y por una extraña comunión, dejó su impronta en una maravillosa secuencia de pequeños y grandes actos celebratorios, y algunos de ellos marcaron nuestra existencia sea por amor, familiaridad, amistad o simple y llanamente admiración, pero siempre, siempre, por mera coincidencia, como lo expresa con puntual precisión una letra de Alberto Escobar que interpreta inmejorablemente Guadalupe Pineda: Soy vecino de este mundo por un rato/y hoy coincide que también tú estás aquí/ coincidencias tan extrañas de la vida/tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio, y coincidir…

La ceremonia del adiós llama a esos momentos únicos de la coincidencia, al recuerdo frenético de los días luminosos y noches apagadas por el silencio; aquellos días y noches, que por alguna razón se quedaron con nosotros como tótem en un acto de conciencia arrebatada, esa sensación que simplemente se aparece sin pedir permiso, y nos trae una serie de recuerdos, donde hasta los más aciagos, nos refrescan el largo camino de la vida.

Quizá, es la estela opaca del que se va en medio del silencio de los seres queridos y no atinan a aceptar el ciclo de la bienvenida y el adiós infinito. Aquellos, que en esa ceremonia frecuentemente larga, se saben en la antesala de su propio adiós, de lo irremediable de la muerte, de sus brazos largos que a todos y a todas alcanza cómo las ráfagas de aire, luz, tristeza, alegría.

Soy poco afecto, como muchos, a las despedidas funerarias que nos sorprenden con una esquela en medio de un trago matutino de café, una tarde lluviosa escuchando a Bach o una noche en un sorbo de vino; ante esa desazón, prefiero el acto redentor de la memoria que escarba en las raíces de los recuerdos insignificantes que por una razón inexplicable, nuestro cerebro selecciona entre muchos que quizá pensábamos más importantes.

Son esos recuerdos que están como lapa en nuestra constelación de emociones y sensaciones; los que están a flor de piel esperando la última llamada; la de la salida de este mundo; del adiós definitivo. De aquello que en algún instante nos hizo llorar o reír y nos llevó a sentir que somos irremediablemente frágiles y parte de ese torrente absorbente de lo humano.

Estos días, a varios conocidos y amigos se les fue la vida en un tris, en un chasquido de dedos, en un cerrar de ojos, en el último parpadeo de una noche larga cargada de dolor. Y lo primero que me vino a la mente fue decir ¡Carajo, ¿porque morirse en verano?!, estando a la vuelta el otoño y no tan lejos el invierno, cuándo se muere la gente con suerte, sea porque sucede en el recogimiento con una frazada encima, por tener puesta la mirada en el atardecer o en las ramas de ese árbol imperturbable que asoma inmortal por una ventana.

Quizá, esta despedida lenta está también con la vista puesta en la silla y el escritorio que tantas veces ocupó para escribir sus pensamientos, y dejó como un testimonio de su paso por este mundo, pero hoy a pesar de estar cerca está tan lejos, la mirada no alcanza para más y quizá por eso azotan los recuerdos de los textos y viajes que siempre quiso hacer; de esa gente simpática, chispeante y fugaz que conoció en un café, un bar o en un día cualquiera de playa y que nunca volvió a ver, pero aparece como bendición en la bruma del recuerdo. Y es que en la agonía se agolpan los momentos en esa mezcla rara, donde no se sabe dónde empieza el ensueño y donde una realidad distorsionada por los golpes del paso del tiempo.

Unos se fueron con la serenidad de una gaviota, otros en el silencio senil y otros luego de una agonía que semeja al estruendo de un castigo inexplicable. Se van igual siendo ricos o pobres. Hombres o mujeres, jóvenes o viejos. A quienes todavía recuerdo en su paso firme mientras miraban un crepúsculo encendido entre volutas acrisoladas en Olas Altas; a los que les escucho una carcajada ambarina que nunca volverá contagiosa y una disquisición oportuna en el momento oportuno. Es más, aquella tarde veraniega donde ese amigo preparaba unos ricos mejillones y servía una copa de vino frío de la Borgoña.

En fin, a la ceremonia del adiós, le antecede la ceremonia de la vida, y no hay otra, tenemos que vivirla a plenitud como el ave que alza el vuelo. Por eso me quedo con aquella frase de Simone de Beauvoir con que despide a Jean Paul: ¡Mi muerte no nos unirá!

Artículo de opinión publicado el 12 de agosto de 2018 en el edición 811 del semanario Ríodoce.

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