Disparo al aire una confesión: nací y vivo en Culiacán, Sinaloa, ciudad considerada cuna del narcotráfico y de la narcocultura. Sé lo que es despertar de madrugada, escuchando a lo lejos (o ahí nomás, a la vueltecita) el infame estruendo de una cuerno de chivo. Me avergüenzo de las cruces que se alzan por mi capital, delatando cada ejecución, esparciendo el olor a pólvora y muerte.
Por eso celebro que Armando Alanís Pulido, nativo de Monterrey, Nuevo León —otra conflictiva metrópoli norteña—, haya publicado Balacera, obra en que responde cada detonación escuchada con versos del más grueso calibre.
Alanís, creador del proyecto Acción Poética —consistente en pintar bardas públicas con fragmentos poéticos— explica en este libro cómo la violencia en su urbe le obligó a replantearse dicho proyecto; a “tratar de recuperar las calles, las plazas (…) con un arma cargada de futuro, con versos, con poesía” (p. 91).
Así, en Balacera rafaguea al lector con 67 textos, precedidos por un certero prólogo de su colega Jorge Fernández Granados, quien califica esta obra como un “libro sarcástico, hondo e inteligente”, que parte de “la violencia como código ya colectivo” (p. 13).
Ante un panorama tan desolador, resulta inevitable ser pesimista: “Uno cosecha lo que siembra: hierba, terror, indiferencia, / y lo peor es que no son advertencias, son el notorio/desastre de nuestras almas” (p. 31); “corta y triste es nuestra vida, / no hay remedio, ni rumbo, no hay nada justo en este asunto” (p. 32).
Por demás ingenioso resulta el poema “Examen de conciencia (o de confianza, qué más da)”, en cuya primera parte se conmina al lector a relacionar unas palabras con otras, para formar así unas rimas. Y ahí es donde lo lúdico se funde con lo trágico. Porque se topa uno con que “gobierno” rima con “infierno”; e “institución” rima con “corrupción, ejecución” (p. 58).
Hay una subversión del locus amoenus, una antiutopía, en el apartado “Chulas fronteras”, donde se dedica un poema a cada una de estas urbes: Ciudad Juárez, Matamoros, Tijuana, Laredo y Reynosa. Cito íntegro el de Tijuana: “Dura patria, permite que en cobijas te envuelva/ y que la música de las balas lo resuelva/ porque lo sabes: me madreaste por entero/ con golpes tendenciosos de los fusiles/entre llantos y gritos de los civiles/y batos de oficio pozolero” (p. 68).
Hay testimonios de desesperado fervor: “Líbranos del mal hábito de la negociación. /No trajimos chalecos, pero estamos cerca… /Amedrentados están, culeados están. Amén.” (p. 60); de cínica vanagloria: “saben que yo controlo la zona/y que la chota me conoce y halconea/y me da el pitazo cuando es necesario, /saben que soy tan agradecido como agresivo. /En estas calles me dejan ser, en estas calles distribuyo” (p. 38).
Hay una añoranza: “Yo recuerdo cuando el mundo no estaba marcado por el/número de ejecutados” (p. 103).
Hay una desazón: “Un dolor inexplicable en el centro de la existencia: el/alma, el pecho, el corazón, el cerebro, el honor…” (p. 104).
Hay la certeza de que el lenguaje está “tan sacrificado como la familia del sicario” (p. 108).
Hay un cuestionamiento que lo involucra, en medio del terror nuestro de cada día: “¿Para qué sirve un poeta?” (p. 113).
Pero, también, hay un deseo del deseo: “Mejor el estruendo de tus caricias” (p. 98); hay un manifiesto vital que amerita ser citado completo: “La costumbre despiadada”: “Tengo la costumbre despiadada de escribir a quemarropa, de pensar en voz alta. / De dormir poco y soñar mucho, de merodear instintos…/ Tengo la costumbre despiadada de pensar que también estamos expuestos al amor” (p. 110).
Hay, por encima de todo esto, una esperanza del Poeta de las Bardas: “que sólo la poesía dé en el blanco”.
Esperanza compartida por sus numerosos lectores, al grado de que Balacera ya cuenta con su primera reimpresión.
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