Perlas de pepe

 
 
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Era la Semana Santa de 1964. Mazatlán y el mundo empezaban a cambiar y el ¡yeah, yeah, yeah! de cuatro jóvenes greñudos de Liverpool, más una minúscula prenda que habría de convertirse en uno de los grandes inventos del siglo luego de mostrar las larguiruchas y delgadas piernas de Twiggy, la modelo de la época, hicieron las veces de declaración de guerra entre generaciones. “¡Apaga ese pleito de perros!”, decían los mayores, preocupados a morir no solo por la guasanga que oían sus hijos en la consola, sino por la novedosa resistencia de los jovencitos a someterse al coqueteo de las tijeras o al zumbido de las máquinas podadoras de las barberías. A las muchachas decentes, que para entonces suspiraban lo mismo por Paul, John, George y Ringo que por Enrique Guzmán, se les negaba salir a las calles con esas faldas de cuzcas, aunque más tardaban en traspasar el umbral de la puerta que en plegarse la prenda en la cintura hasta que pareciera, por lo menos, una digna caricatura de la minifalda que había inventado Mary Quant, también inglesa. Por otra parte, mientras que los muchachos se distanciaban de las peluquerías, ellas acudían en bola para cortarse el pelo a la Twiggy. Eran, tanto los unos como las otras, unos rebeldes sin causa y quién sabe dónde iba a parar este mundo.
Como era de rigor, las playas del puerto se encontraban atestadas: las de la Playa Sur (que hoy son tan solo un fraccionamiento), las de las Olas Altas, las de la Playa Norte, las del hotel De Cima, pero sobre todo las del hotel El Dorado, que se habían convertido en las de moda por una juventud que se empeñaba en no respetar tradiciones cristianas, como la del Viernes Santo, que exige la reclusión total. Para ellos esto no tenía importancia, mucho menos cuando empezaban a brotar sobre la arena los audaces bikinis, esos trajes de baño de dos piezas que, por muy conservadores que nos puedan parecer ahora, atentaban contra todo; empezando por la presión arterial. Algunos, los mejor portados, destacaban las formas de prodigios de mujeres dignas de aparecer en un almanaque tipo Marilyn. Eran las chicas del Holiday on Ice 1964, un espectáculo de corte internacional que nutría las ansias cosmopolitas de una ciudad de poco menos de cien mil habitantes. Por si no fuera suficiente, el circo Atayde, con todo el glamour de sus grandes estrellas y sus cinco pistas trabajando al mismo tiempo, debutaría la tarde del día siguiente: el 28 de marzo de 1964.
Casi con el atardecer en su esplendor, ese atardecer mazatleco que asemeja un bombazo sobre la paleta de un pintor, los muchachos regresaban a sus casas tratando de sintonizar en sus carros, aplastando botones a lo loco, alguna buena canción de los Beatles. O del Elvis o ya, de perdida, de los Apson Boys. Y si era esa de cuando apenas era un jovencito… mejor.
 
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “El Maremoto, Los Beatles y una tal
Mary Quant”.
 
 
 

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