Malayerba: De noche

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Se asomó a la ventana. Solo había bajado a la sala de la casa para apagar las luces y se quedó ahí, sacadísimo de onda, al ver la escena: varios hombres encapuchados, con armas largas y chalecos antibalas, revisaban los carros estacionados en la calle.

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Uno de ellos lo vio y pareció ignorarlo. Se asomaban para ver los números de serie del tablero del automóvil, cuyo propietario era un inofensivo y aburrido empleado de Gobierno. Él prefirió subir, después de apagar las luces. Y continuó en vigilia del otro lado de las persianas, en la recámara.

Parecían tener fuego en esa mirada. La oscuridad en sus manos, sus trajes negros y sucios, esas botas tipo militar mal atadas y esa tosquedad de movimientos y lenguaje.

Partieron en convoy y de regreso vio cómo casi se topaban con otro de sus vecinos, quien salió a alimentar sus pulmones aspirando ese raleig que traía asido a los dedos. Él también quedó como estatua cuando los hombres de negro le pasaron a pocos metros.

Salió corriendo a encontrarse con su vecino, cuando la calle estaba despejada. Viste, le preguntó. A quién andarán buscando. No sé, pero ta cabrón. Menos mal que ya se fueron. Y en eso escucharon sonidos de llantas peleando con el pavimento, rugir de motores roncos y el cadencioso canto mortal de los fusiles automáticos.

Ah chingado, dijo uno. Ambos se miraban y volteaban a todos lados, con los ojos saltados y el brincoteo en el pecho. El sismo lo sintieron en la panza, bajó a los muslos, rodillas, pantorrillas: pies de agua y al mismo tiempo de plomo. Querían correr, buscar refugio, pero las piernas no respondían.

Logró reponerse y avanzó para cruzar la calle. Lo hizo como borracho y nauseabundo. Paso marino. No pudo mantener en línea recta sus pisadas, menos con la metralla escupiendo estruendosamente ahí cerca. El chirriar de las llantas, los motores enfadados y el viento llevando y trayéndolo todo, mezclando, reciclando sonidos, licuando infiernos.

Avanzó con lentitud. Quería hacerlo más aprisa pero no pudo, no tenían gobierno esas piernas. Y se molestó con él, con todo y todos: por qué corría o quería hacerlo, no tenía motivos para huir, no soy delincuente, dijo para sí. No tengo nada qué esconder ni por qué avergonzarme. No he hecho nada malo.

Indignado, mezcló su empute con el miedo. Y quiso gritar y no pudo. Y sintió vergüenza y tuvo necesidad de estar sentado en su casa, en el escusado de su recámara, sin temblores ni prisas ni pavor ni nada, y entonces vio que había dejado abierta la puerta principal de su vivienda.

Alcanzó el quicio. Pisó el linóleo. Nadie. Por un momento temió encontrarse con un intruso, uno de esos matones, sentado en el sillón gordo, ese en el que uno se hunde como en una placentera y cálida arena movediza. Cerró y apagó luces.

Abrió los ojos. Ya era de mañana. Escuchó al expendedor de periódicos gritando en la calle: ¡y ándale!: un hombre fue asesinado a balazos y encontrado en la banqueta del puente. A-ler-ta.

Artículo publicado el 10 de septiembre en la edición 1076 del semanario Ríodoce.

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