Malayerba: Botas de avestruz

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Un día se dijo ya no más. Harto de los maizales secos, la pobreza galopante que le ardía en el estómago y sus viejos enjutos, decidió abandonar el jacal de San Pantaleón en pos de su sueño: ser narco.

Había permanecido allá, en lo alto, deseando tenerlo todo. Comodidad, lujos, comida abundante y billetes a puños.

Quería dejar el temporal, la vida a la buena de Dios y las nubes espesas y las lluvias para regar la parcela.

Deseaba manejar sus tierras, extensas y prolíficas, colmadas de mariguana, desde una camioneta. Una alta, de llantas balonas, rines brillosos, tablero de madera, interiores de lujo, asientos de cuero, cabina con quemacocos.

No sabía leer ni escribir. Pero sus sueños de opulencia lo llevaron a inventarse una firma. Nomás para apantallar a quienes no lo conocían. Los de la ciudad cercana, a donde había emigrado en busca de fortuna, lo decepcionaron: borrachos, desempleados, vividores, transas, robo y droga.

Emigró también de ahí y se desapareció por varios meses. Cuando volvió los dejó boquiabiertos con sus botas de avestruz, su billetera rebosante y su grueso torzal de oro.

Se fue a su casa, con sus padres, y les dio dólares para hacer renacer la parcela. Pero el dinero ni esa incipiente riqueza hicieron que las nubes oscuras y gordas voltearan a verlo: pasaron de largo y el maizal siguió seco, como los estómagos de sus viejos.

Prefirió sacarlos también de ahí y llevárselos a otro lugar. Un rancho, dijo. Voy a comprar un rancho. Hizo migas con otros ancianos. Los engañó. Les recomendó, Firmen estos papeles, yo voy a ayudarlos. E instaló a sus padres ahí y reinició su bonanza.

Se fue a la costa. Bajó yerba de la sierra al valle. La llevó hasta la orilla del mar para que la llevaran allende la costa.

Tumbó mariguana en el desierto de Sonora y la revendió. Asaltó a otros traficantes y burreros con tal de acumular dinero.

Quería más y más. Sus jefecitos arriba y él en chinga, trabajando, sembrando, cosechando, haciendo transas, agandallando, robando, vendiendo y trasladando. Todo alrededor de la droga, los bajes y el acaparamiento.

Operó con la mirada fija en tenerlo todo: esa riqueza, esa camioneta de lujo, ese rancho con ganado, con cientos y cientos de hectáreas, maíz y más maíz, y sus padres tranquilos, contentos y orgullosos.

Ya sé. Un rancho, otro, pero esta vez en el valle, en un distrito de riego. Y que chingue a su madre el cielo y las nubes y la pinche lluvia. Un rancho acá, cerquita, para tenerlo todo a la mano. Y también a mis viejos.

Su socio y secuaz le informó, Te andan buscando unos batos. Se ven bien, tranquilos. Son dos hermanos. Dicen que quieren hacer un negocio contigo. Que si le entras. Los vio y les dijo, Cómo no. Cuándo nos vemos.

Le dio rasquera en su billetera y vio de nuevo sus manos con billetes a puño. Se pusieron de acuerdo: vamos a traer los papeles el martes de la semana que viene, para firmar.

Nos vemos aquí, en el maizal. Llegó el día. Los tres ahí, entre las plantas. Se oyeron dos disparos. Una camioneta se alejó.

Nadie lo vio durante tres días. Pensaron que andaba en lo suyo, sus viajes de negocios.

A las semanas el regador se esmeraba en dejar agua suficiente entre los surcos del plantío. Casi se cae cuando se tropezó con algo duro. Quiso desenterrarlas, primero una y luego la otra: eran las botas de avestruz.

Artículo publicado el 12 de diciembre de 2021 en la edición 985 del semanario Ríodoce.

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