Punto de nostalgia: En una banca de la plazuela

 

 

                       centro culiacán 3                                  

 

 

     Un alma en pena; poeta arruinado… pero no vencido.

 

Como si fuera un vampiro, de cuando en cuando, recorro las calles del centro histórico de mi ciudad. Culiacán, en horas avanzadas, sobre todo en esta zona, se convierte en una ciudad hermosa, y como si fuera una dama de la noche, también en misteriosa y sensual.

La Rafael Buelna y la Antonio Rosales lucen espléndidas con sus pisos de adoquín. Los viejos edificios enrejados y cada rincón, cobran un encanto especial; encontré breves espacios tenebrosos al asomarme a las estrechas avenidas Morelos y Teófilo Noris; en la lejanía miré, o creí ver siluetas extrañas que me provocaron calosfrío.

Si volteas hacia el malecón, las copas de los árboles anidan formas, que sin duda, causan influencia en el espíritu de Allan Poe. En esto cavilaba cuando de pronto, llegué a la plazuela que está rodeada por el edificio Rosalino, el auditorio Frida Khalo, la casa de Cultura de la UAS y la ex Correccional del Estado; junto con la misma plazuela, sus bancas, kiosco y arboleda, conforman el marco perfecto para la meditación… o el romance. Sin embargo, esas ideas se me esfumaron; su silueta me atrajo.

Estaba sentado en una banca que da a la escuela Álvaro Obregón. Su pelo enmarañado resaltaba junto a la mano del diapasón de su guitarra que tenía abrazada. Me acerqué despacio, procurando no molestar; dos metros antes de llegar a él, se movió y con voz imperiosa preguntó: ¿¡traes fósforos!? Respondí sacando un encendedor, puedo decir que me lo arrebató y al instante dio fuego a un carrujo de buen tamaño. Yo, saqué mi cajetilla de Mal-boro.-Sí, Mal-boro- hace mal. Al darle el jalón a su macuche me devolvió el moderno ocote y di fuego a mí cigarrillo. Delgadas tiras de humo escapaban de su boca y nariz, su rostro anguloso había cobrado serenidad; de sus ojos envueltos en abultadas ojeras, había desaparecido la tensión, del resto de su cuerpo también porque sin mediar palabra, empezó a pulsar su guitarra como si acariciara las delicias de una mujer. Las notas de aquella vieja canción brotaron con maestría, enseguida una voz suave y bien timbrada…  sus ojos con su belleza, me hacen tanto mal… La sorpresa me envolvió, y me dejé llevar por aquella serenata que se completó con Caminante, Rayito de luna, El andariego. Al final, el trovador volvió a encender el carrujo que había apagado. Dio otro jalón y me lo pasó. Recordando aquella lejana fechoría de cuando chaval, hice lo propio. Total, pensé: si llegan Los Polis, les argumento que yo también tengo la anuencia de los rucos de SCJN, y si no me creen, pues ni modo; pago disimulo. Fue un brindis silencioso, sereno, propio del placer; y saltaron las palabras.

Soy Lalín. Yo, Leónidas. ¿El héroe de las Termópilas? No hice caso a su delicado sarcasmo, pero sí a su demostrada erudición, mas, lo que realmente me impresionó, fue la calidad de sus dotes. Tanto su voz como su maestría con la guitarra completaron lo necesario para que me sintiera afortunado; agradecí traer conmigo la mecha mágica.

Lalín, eres un artista. Te agradezco el regalo de tu arte. No agradezcas, fue solo un impulso. Me recordaste a un viejo amigo. Un amigo, ¿no una amiga? No agarres monte, me dijo, y en sus ojos vi la decisión de defender su posición.

Disculpa, esta ligereza mía, me traiciona, se me olvida que para la mayoría, la vida es más que un chiste, pero él me traicionó. Difiero. ¡La encontré en mí cama con él! ¿Y crees que él la forzó? El trovador bajó la vista, dio otro jalón a la ya colilla, la apagó apachurrándola sobre la tabla de la banca; en silencio pulsa de nuevo, y la magia de su talento surgió: Flor de Azalea, después Dolor, y luego, Adiós.

Sin despedirse se fue; encendí la bacha y como Jacinto Canobio, ahí me quedé pensando; mirando cómo se alejaba con su guitarra al hombro. Doblaba por la Morelos hacia el malecón cuando se me prendió el foco, decidido eché a caminar rápido. Él cruzaba el malecón y yo le empecé a gritar: ¡Espera Lalín! Yo repetía y repetía, alzando la voz, pero no me hacía caso. ¡Lalín, espera! Ya cruzaba el puente peatonal, y yo desesperado le gritaba: ¡Espera! ¡Lalín, se me ocurre que podemos formar un dueto! ¡Tú serás El Trovador con solitaria! Y yo El Zamarripa vale-suela. ¡Lalín, renaceremos como el verdadero; ¡Sí, el verdadero! ¡Dueto Miseria! ¡Por favor Lalín, hazme caso! ¡Seremos sensación en los camiones de la ruta El barrio y La Huizaches!… ¡Ganaremos la pura feria… y chuparemos de la mejor…

Lalín se perdió en la bruma que brotaba del Tamazula, su silueta de trovador con su guitarra al hombro, al bajar el puente peatonal hacia el lecho del río, no lo vi más. Un leve mareo me obligó a sentarme, y ahí me quedé, como Canobio, pensando… nomás pensando.

leonidasalfarobedolla.com

 

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