Siete años sin el ‘Bato’: ‘Todo tranculo’

2005. Javier y amigos en la posada de Ríodoce acompañados por el Cuarteto San Miguel.
Archivo Ríodoce.

Culín: Así solía llamarnos. Aun cuando se tratara de alguien con quien no tuviera mucha confianza, Javier se las ingeniaba para dirigirse a todos bajo el mismo apelativo: Culín.

Su manía por llamarnos de ese modo se convirtió en una firma, que en su momento todos reconocimos y terminamos por aceptar.

—Qué onda, Culín, decía cuando un conocido o desconocido llegaba, e incómodo por el llamado, se sumergía en una pausa tímida mientras nosotros sonreíamos a discreción.

Le valía madre. O mejor dicho, confiaba demasiado en su encanto y en su discurso bien elaborado para hacer reír a los demás. Lo hizo con tanta frecuencia que, incluso, llegó a decirla en contra de su voluntad. No podía ser de otro modo; la expresión le salía tan natural que uno terminaba acatando sus bromas por la frescura con que las decía, y cuando las cosas amenazaban con tomar otro rumbo, Javier sabía retomar el control: recurría a la espontaneidad de reconfigurar el saludo. Entonces el furor desaparecía.

Con el tiempo todos empezamos a referirnos a él del mismo modo: El Culín. Ahí fue donde ya no le gustó y discretamente disminuyó el uso del sobrenombre. Nunca lo reconoció, pero coincidió con el tiempo en que todos empezaron a referirse a él como Culín. Sólo entonces omitió paulatinamente el apelativo, y acaso empezó a intercalarlo con la frase: “Todo Tranculo” —en vez de tranquilo—, que era como respondía cuando alguien le preguntaba sobre su vida.

Esta nueva frase la empezó a decir con una gracia casi admirable y sin espantarse de tergiversar la palabra, lo cual terminaba arrancando una sonrisa en quienes lo escuchábamos. Era su forma de romper el hielo y hacer reír a los demás. Ciertamente, lo lograba y daba la impresión de sentirse todopoderoso, pues era demasiado consciente que, gracias a él, el resto nos relajábamos y estábamos a gusto cuando él era el centro de toda atención.

Fue por esos meses que empezó a bromear con la muerte, pues tras la famosa frase de “todo tranculo”, podían preguntarle por alguien con quien tuviera contacto, a lo que despreocupadamente respondía: “falleció”.

La respuesta consternaba al interlocutor y Javier no podía evitar la carcajada, y entonces aclaraba su contestación y nuevamente recurría a su apelativo favorito: “Ahí anda ese otro culín, pero todo tranculo”.

Sus bromas pronto se volvieron célebres, no sólo en el gremio sino entre las fuentes que cubría, como ocurrió un día que se topó con el profesor Óscar Loza Ochoa, activista y defensor de los derechos humanos en Sinaloa. Luego de entrevistarlo, Javier aprovechó para preguntarle por alguien a quien tenía tiempo de no ver. Loza Ochoa, sin inmutarse y con un aire de resignación, respondió: “falleció”.
A Javier se le desfiguró el rostro.

—¿Cómo?

—Pues, como fallece el resto del mundo, le respondió el profesor.

Cuando se despidieron, Loza Ochoa no le aclaró que le estaba regresando la broma, y Javier se fue con el rostro desencajado por la noticia, y hasta pensó en ir a dar el pésame a la familia del supuesto fallecido.

Al día siguiente se topó con la persona fallecida, muy cerca de la oficina de Loza Ochoa. No era una aparición, sino que el muerto en realidad estaba vivo, y sólo entonces supo de la broma del profesor.

Javier respiró hondo y por un momento tuvo una sensación de renacimiento. A partir de ese incidente, eliminó la muerte de su repertorio de bromas, y en cambio regresó a su apelativo favorito: Culín.

Pasados los meses, la vida nos llevó por rumbos distintos hasta que nuevamente el quehacer periodístico nos juntó, esta vez en la redacción de Ríodoce, donde ambos escribíamos. Seguía llamando a medio mundo culín pero había añadido a su repertorio putín, que no hacía ninguna referencia al apellido del presidente ruso, sino que era otra forma de referirse a aquellos con quienes interactuaba. A la mayoría de sus amigos, en cambio, siguió llamándonos “Culín”.

Entonces ya había adoptado la costumbre de usar sombrero, otra de las firmas que lo habrían de identificar más allá de la muerte. Supongo que, en algún momento, se probó un Trilby o un Panamá, y seguro le observaron lo bien que le venía, muy ad hoc, y entonces ya no se lo quitó, como tampoco se quitó las palabras culín, o tranculo que hoy ya nadie repite. En su lugar quedó ese silencio bruto al que tanto se opuso. Pero quedaron también los recuerdos: aquellos instantes en que era el centro de toda atención, con su ego ensanchado hasta los cielos, lleno de frases y palabras que él mismo improvisaba y que retumbaban en redacciones y cantinas, bajo esa manía casi patológica por sentirse todopoderoso, mientras con toda la calma del mundo afirmaba que todo estaba tranculo.

  • El autor es reportero de Ríodoce. Fixer.

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Artículo publicado el 12 de mayo de 2024 en la edición 1111 del semanario Ríodoce.

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