Malayerba: Nombre y apellido

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Nadie pensaría que esos dos jóvenes, morros aún, tienen esos apellidos. Sus nombres son comunes y corrientes. Sus apellidos no. Y con todo y esa carga del narco y el pedigrí ellos son tranquilos y apacibles.
De hecho preferirían pasar desapercibidos. Que no se sepa. Que nadie se entere. Porque quienes se han enterado los han ubicado en la lista negra: indeseables, inadmisibles, desterrados y excluidos.

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Ella es de preparatoria. Él de secundaria. Lograron buenas calificaciones y en su trayectoria como hijos, miembros de ese barrio encumbrado y de esa comunidad estudiantil, no se distinguían por las broncas y los conflictos. Más bien fueron prudentes.

Pero llegó la hora de ingresar al colegio privado. La madre quiso que estuvieran los dos en el mismo plantel. Cuotas, inscripciones, mensualidades, uniforme. Todo estaba cubierto. Lo que les sobraba era dinero y pagar todo eso no sería problema.

Pero toparon con pared: la directora les dijo que no. Para argumentarlo inventó de todo: las calificaciones, el cupo, el tipo de alumnos que estaban aceptando, el perfil de los maestros, la política de la institución.
Nada era cierto. Intentó la directora un último recurso: siete cartas de recomendación y comprobantes de que los recursos del sustento familiar eran de procedencia lícita.

Pero ellos sabían que todo venía por el apellido. Apellidarse así para muchos era fama. El poder de pertenecer a esa familia. La facilidad de ser respetado y temido. Temido y respetado. Y gratis, no más por llevar ese vocablo en la extensión del nombre.

Y los jóvenes, con todo y que eran ejemplares y discretos, se convirtieron en judíos errantes en la propia Judea. Extranjeros en su propio nido. La ciudad era suya, los policías y el gobierno estaban a sus pies, el poder era suculento y podían disponer de él.

Pero no podían ser aceptados en un colegio privado. En todos lados les hacían el fuchi. A él le gustaba andar con los amigos. Los chavos de su camada compartían fiestas, cotorreos y paseos en la camioneta. Ambiente festivo sin cerveza ni tequilas ni yerba ni polvo. Puro cotorreo. Desmadre sano. Y él con seudónimo.

Esa era la condición: no usar el apellido para que no trascienda, que no se entere nadie, ni la policía ni la familia. Que no haya broncas. Hay que evitar los pedos. Y si hay que éstos no se hagan grandes.
Esa patrulla de la municipal los detuvo. Andaban con la música a todo volumen y quemando llanta. Los agentes prendieron la torreta. Identifíquense.

Todos sacaron credenciales. Todos menos él. Soy menor de edad, contestó buscando una disculpa. Un enérgico cómo te llamas fue la respuesta. Y él ocultó su apellido. Inventó uno para la ocasión: Osuna. Osuna Carrasco.

Los jóvenes insistieron en que los dejaran ir. No hemos hecho nada, oiga. Les ofrecieron lana. Un quinientón en total. Pero los agentes querían más. Y como no traían mucho se encabronaron.

El comandante que iba en la patrulla se le acercó. Quería más datos sobre los chavos. Y más billetes. Lo chacheteó. Y cuando vio que no iban a obtener más los soltaron.

Llegó a su casa, nervioso. La temblorina lo invadía. Atrapaba sus manos blancas y delgadas. Le contó a su madre. Le dijo todo y le pidió que no se enterara su papá. Que no sepa, que nadie le diga, rogó.

No quería porque el percance traería consecuencias fatales: que no se entere amá, porque si se entera va a regañarme, me va a castigar, y va a mandar matar a ese policía.

Artículo publicado el 09 de julio de 2023 en la edición 1067 del semanario Ríodoce.

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