Malayerba: Por hablador

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Se le hizo fácil entrarle al negocio. Se le hizo fácil y lo otro llegó después, igualmente sencillo: trasladar paquetes, ordeñar billetes y hablar, orgulloso, de sus fechorías y deslealtades.

Lea: Malayerba: Sin palabras

Sus padres se habían partido el lomo para darle una vida de medianía, pero ya no alcanzó. Él decidió dejar de estudiar y entrarle al negocio de la fotografía.

Empezó con trabajos de poca monta, en fiestas infantiles y bautizos. Saltó pronto a las bodas y graduaciones, y al poco tiempo ya estaba en el yetset de la ciudad: las grandes fiestas y celebraciones, los ricos y potentados, familias influyentes y nuevos adinerados.

Se dio cuenta que necesitaba estar presentable, que no podía seguir con las mismas ropas y en esa moto flaca y entelerida. Paulatinamente se fue haciendo de nuevas camisas y pantalones y con el dinero de los nuevos trabajos, los de alto vuelo en la fotografía, logró comprarse un carro.

Pronto le entró a las borracheras con bebidas ajenas, en medio de los huateques. Aspiró a inhalar los polvos de otros, pero no le fue tan fácil que le convidaran. Tuvo entonces que sacrificar su bolsillo y exprimir sus ganancias para mojar su garganta y empolvar sus fosas nasales.Ahí lo

alcanzó su primo, el que había vivido los años recientes en aquella ciudad de la frontera norte. Tenía un colmillo largo y retorcido, que asomaba con sus sonrisas maquiavélicas.

Lo vio con la coca y las borracheras hasta el cuello, endeudado por tantos vicios y tan caros. Así que decidió explotarlo: Primo, le dijo al oído, debes mucha lana, tienes que pagar; no te preocupes, yo te puedo ayudar.

Hay que llevar estos paquetes. Tienes que entregárselos a quien yo te diga, sin falta. A la hora, lugar y persona precisa. A cambio te voy a pagar un buen dinero. Qué dices.

Los primeros envíos fueron sin problema. Ya sabía que era algo ilícito, alguna transa, pero no le importó: hay que pagar deudas, evitar broncas y no permitir que lleguen los cobros y con ellos los cañones de las cuarenta y cinco escupiendo fuego.

Sacó unos billetes y empezó a abonar. Pero siguió en sus ríos de alcohol y polvo, en esa vida de francachelas y madrugadas acedas, sumergido en entrepiernas de féminas. Y en uno de esos viajes, atarantado y briago, se le cayó uno de los paquetes y su contenido quedó expuesto: dólares y más dólares.

Tomó un par de billetes de cien. Al cabo que ni cuenta se van a dar. Al siguiente viaje no fueron dos, sino cuatro. Y como nadie dije nada después fue un fajo. Y al poco tiempo, ya encarrerado, el paquete no llegó a las otras manos.

Los destinatarios de esos envíos preguntaron. Qué pasó con el paquete, le dijo, gritando, a su primo. Le confesó que no había aguantado la tentación. Cómo eres pendejo, le contestó.

Vete, pélate lejos, ahorita. No regreses para acá nunca ni lo cuentes a nadie. Yo lo arreglo.

El primo se fue, entre el apuro y el terror sembrado en sus mejillas que brincaban. A los dos años se sintió salvado. Volvió a la ciudad. De nuevo las borracheras y las líneas blancas.

Presumido y orgulloso de haber robado sin ser molestado, lo contó: le dijo a sus amigos, a las morras que traía, a esos con los que convivía en la playa.

Dos vehículos de lujo se acercaron. El viento les llevó la aventura que aquel platicaba, ufano. Los fanales permitieron identificarlo. Cuando los vio quiso saludarlos. Levantó la mano. Ellos los fusiles.

Lo rafaguearon. Uno de ellos bajó, le disparó de cerca. Le dijo, Pinche bocón.

Artículo publicado el 02 de julio de 2023 en la edición 1066 del semanario Ríodoce.

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