Malayerba: Por dos mil pesos

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Los reporteros buscaban un plantío de amapola. Querían fotografías de cerca. Ver a través de la lente cuándo y cómo rayaban el bulbo. Admirar la goma emergiendo, destilando. Hacer el clic de la cámara con los jornaleros entre surcos. Habían andado cerca. Pero los pobladores eran recelosos y desconfiados. Uno a uno de los consultados dio por igual pistas falsas sobre los sembradíos del enervante.

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Derrotados. Iban de regreso a la ciudad. En el camino encontraron a un joven parado a un lado de la camioneta. Ellos se detuvieron tratando de ayudar. ¿Saben mecánica? No pero te podemos llevar.

Lo subieron y en el trayecto fueron platicando. Ya relajados le soltaron la neta: somos periodistas y andamos haciendo un reportaje sobre la siembra de amapola. Y él también se abrió: por aquí, más allá, por ese camino, en esas cañadas, pueden encontrar. Pero es peligro so. No pueden ir solos. Además si hay problemas, si llega la gente pesada, tienen qué decir que son ingenieros, topógrafos, personal del gobierno que andan tomando fotos, tomando medidas, para los caminos que van a construir.

Es bueno que los vean con gente de acá, conocidos. Yo los puedo llevar. Y cuánto va a ser. Pues les va a salir una lana. Pero mejor mañana, ya que nos veamos y nos aventemos el jale, les dijo.

Al otro día estaban ahí. Y él los esperaba paciente a la orilla de la carretera. Dos horas en camioneta, hasta que las condiciones del camino impidieron seguir sobre ruedas. De aquí pa’delante vamos a pura pata.

Subieron un cerro. Maleza tupida. Visibilidad espesa y verde. Árboles ancianos, gruesos y enormes se les atravesaban. Lodo fangoso. Los vericuetos parecen repetirse: arriba, abajo, encaramarse en las piedras, sacarles la vuelta, asirse de algún tronco para no caer.

Sin que se dieran cuenta ya iban de bajada. Y luego haciendo una ese de la que difícilmente saldrían sin ayuda del joven guía.

Rodeando. Rodeando. Lentamente. Era una curva que parecía no tener fin. Y ya en el fondo de esa cañada, cuando hicieron a un lado un manojo de plantas de hojas grandes y gruesas, apareció como por arte de magia el plantío.

Y entre las plantas señoriales unos niños. Doce años, no más. Primero se ignoraron mutuamente. Ellos a lo que iban: banquete de gráficas, estridencia de clics de la cámara digital Cannon en medio de la selva, sonidos estereofónicos de la lente ajustándose, automática.

Los niños les contaron que tenían que ser de esa edad, porque una persona más grande y pesada echaría a perder las plantas al andar por los surcos. Le pidió a uno de ellos que posara: le prometió que no se vería su casa y que aparecería difuso, a lo lejos, en la gráfica.

¿Puedes rayar el bulbo? El niño sacó una navaja con destreza. Tomó la bola. Y pasó la hoja filosa a lo largo, en forma horizontal y hacia abajo. Perfecta: hizo que el líquido espeso cayera con precisión en una lata de lechera.

Ningún adulto tiene ese pulso. No podría rayar el fruto codiciado del sembradío. Por eso no están entre las plantas. Terminaron, extasiados. Había sido una orgía de gráficas y datos impresionante. Se fueron de regreso y en el punto de partida detuvieron la marcha. Son tres mil pesos, les dijo, con una voz gruesa que no le conocían.

Tres mil. Tres mil. Te voy a dar dos mil, contestó el fotógrafo. El joven lo miró a los ojos. Por dos mil te mato. Qué. Qué dijiste bato. Por tres mil pesos te mato. Y no averiguo. No más te mato. Y le dio los tres mil.

Artículo publicado el 03 de abril de 2022 en la edición 1001 del semanario Ríodoce.

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