Malayerba: Destino

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Él iba a Mazatlán. Llevaba como compañero de viaje al conocido de un amigo suyo. No lo había tratado mucho, pero accedió a que fuera él quién le hiciera plática en el camino. Puesto que no le gustaba viajar solo. Ni siquiera en trayectos cortos.

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Se levantó esa mañana. Voy por el Cuco y nos vamos. Pero el Cuco no estaba listo. No estaba. Le había caído una chambita de última hora y no pudo rechazarla. Le dijo a su esposa que le comentara que podía ir por Serri, que era conocido suyo y amigo de su amigo.

Ya sabía del viaje. Te lo encargo, le dijo el Cuco. Lo estaba esperando afuera de su casa. Apenas se habían saludado antes. Empezaron por presentarse. Ah, sí. Claro. Ya me había dicho el Cuco que venías, que le hiciera el paro. Así que vamos pa’Mazatlán.

Julio era buena persona. Chambeador y honesto. Preocupado por su esposa, sus hermanos y su madre. Y sin hijos. Veinticinco años. Iba y venía a Massachussets, como él llamaba al puerto.

El mar es alcahuete y cómplice. Es aventura, morras, bikinis, peda, banda y cotorreo. Pero él no iba a la playa. Le hubiera gustado ir a caminar. Dejar la huella de su pie descalzo en la arena. Inundarlos en el agua salada.

Pero no tenía tiempo. Siempre se lo proponía. Se lo repetía: en una chancita, al ratito, antes de que se oculte
el sol, en la noche, mañana tempranito. Invariablemente ocurría algo que le impedía sentir la arena entre sus dedos. A la otra. Y se resignaba.

Tengo ganas de ir al mar. De mojarme los pies. Aunque sea. Le dijo a el Cuco. Y por qué no vas. Ya que estemos ahí, aprovecha y échate una bañadita. Unos botes bien helados frente al mar.

A ver si puedo. Siempre me lo propongo. Y siempre termino lamentándome. Lamentándolo y mentándomela.

Ni siquiera habían salido de la ciudad. Ya los esperaban dos horas de viaje y unos doscientos kilómetros de carretera de cuota. Y ya pensaba en el mar coqueto. Y en que tal vez en esta ocasión tampoco acudiría a humedecerse con esa agua verde y azulosa.

Los paró el semáforo. Y un yeta negro que se les emparejó. Bajaron dos. Uno más vigilaba y mantenía amarradas sus manos al volante. Sacaron a el Cuco a jalones. Uno de ellos le pegó un cachazo en la cabeza.

Ei, compa. Qué traen. Les gritó Julio. No le hicieron caso. Siguieron jaloneando y maldiciendo. Ei, compa. No sea abusón compa. Quiénes son ustedes. Qué quieren. Y no le contestaban.

Julio era abogado. Y era de esos que no se dejaban. Pero también se metía en broncas por defender a otros. Aunque no los conociera. Era esa fama de justiciero, esa manera de ser, lo que lo tenía ahí, enfrentándose a esos.

Muy machito. Te crees muy machito, cabrón. Le contestó uno de ellos. No’compa. Pero déjenlo en paz. No más déjenlo. Se fue sobre él y también lo metieron al carro. No más por metiche, por machito, también a ti te llevamos.

A Cuco lo encontraron con golpes y llagas de quemaduras en los brazos y la panza. Tenía impactos de bala en la cabeza y el pecho. A Julio lo dejaron a varios metros de distancia del otro cuerpo: un balazo en la nuca. Tres días después.

Julio sabía a dónde iba. Él iba a Mazatlán. Andaba chambeando. Cuco no. El Cuco tenía broncas y ya lo andaban
buscando. El destino de Julio ese día era llegar al puerto. Con la esperanza de mojar sus talones y sentir por fin la arena. El destino de Cuco era otro.

Artículo publicado el 27 de marzo de 2022 en la edición 1000 del semanario Ríodoce.

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