Malayerba: La novia empistolada

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Se puso de novio con ella porque era una mujer bella: nórdica por el color de su piel y sierreña por su forma de hablar, la línea de sus sombras y la ondulante manera de moverse, hacer ademanes y hablar con la mirada.

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Es ella, dijo por dentro. Y se le echó encima hasta conquistarla. Ella dijo que sí pero puso sus condiciones. Empezó a meterlo en su vida, a subirlo a la montaña y presentarlo con socios, parientes, amigos y vecinos. Todos involucrados en la siembra de mariguana o amapola. O ambas.

Claridosa y atrabancada. Tanto como dulce y celestial. Contrastes entre las sublimes nubes que pellizcaban el horizonte de la Sierra Madre Occidental, en invierno y en tiempo de lluvias, que siempre eran abundantes, y el grosero y rasposo chapopote de la mujer gritona y citadina.

Mira cabrón, le advirtió. Vamos a hacer un pacto. Un acuerdo pa’seguir juntos. Tú pones la mitad y yo la otra. El objetivo era comprar un terreno, uno grande, y ahorrar para empezar a construir una casa y habitarla. No importaba casorio. Vivir juntos, nomás.

Pacto de sangre entre dama y caballero. Dama armada y con el tiro arriba. Hombre reflexivo, cercano al trabajo de oficina, pero que quiere traspasar, ir y venir, violar los linderos de la vida epidérmica y aburrida. Sale y vale. Contestó él, y sus labios se pegaron con lengua y saliva.

Esa tarde, después de haber confundido la pierna de ella con el brazo de él, y los dedos con las protuberancias ardientes, firmaron el pacto con fluidos: el que se raje, se muere. Cómo, preguntó él. Así. Tú te rajas, te mato, y si yo me rajo, pues, me das pa’bajo.

Con el amor y la sangre galopando salvajemente en su pecho y en todos sus centros, contestó que sí. No supo cómo ni porqué, solo pronunció ese monosílabo. Poción ótica para enamorados, encender el fuego o mantenerlo chispeante, tronante, en la hoguera de esos corazones nuevos.

Alta y eufórica. Lo atropellaba con sus brazos en cuanto lo tenía enfrente. Y él podía extraviarse, acampar entre sus ramas, refugiarse en los pliegues a veces flácidos y otras veces duros, y quedarse a vivir en tantos y tan agradables intersticios: volver a la placenta, nadar seguro en ese nido amniótico que ella le proporcionaba.

Erguida como una guadaña en alto. Pelo amarillo y travieso, como los maíces que acaricia el viento que viene del mar. Piernas como troncos de álamos y boca jugosa como tomate de Villa Juárez. Un ángel en ese averno de amor.

Siguió frecuentando junto a ella a los conocidos en lo alto de la serranía, donde se quedaba por varios días. Haciendo planes, a solas, departiendo alrededor de guitarras y fogatas, o encerrados en alguna cabaña, peleando contra las manecillas de sus relojes.

Algo se rompió: oscuridad de zanja. Un malentendido, dos frustradas invitaciones, un plantón de él hacia ella. El rompimiento llegó hasta el fondo. Tan fuerte que se escuchó y retembló por dentro de ambos cuerpos. Pero él no deja, ni un solo día quince, de depositar, algo nervioso, un poco inquieto, el dinero del pacto aquel.

Artículo publicado el 27 de febrero de 2022 en la edición 996 del semanario Ríodoce.

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