Malayerba: Curvina flameada

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Bajo la palapa, frente al río. Un buen lugar para negociar. Cinco hombres dialogan en una de las esquinas. El lugar es bonito. La gente acude, sobre todo las familias, a ver el río, pasear por sus alrededores, tejer los caminos copados de frondosos árboles, gigantescos.

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El ruido del correr del agua del río Fuerte arrulla la plática. Cuatro contra uno, pero ni así la hacen: el civil es güero, alto, trae antiparras oscuras que le cubren la mitad del rostro, pantalón de mezclilla, camisa versach blanca, botas picudas. Bien vestido.

El tipo tiene porte. No parece traer armas ni insignias. No las usa ni las necesita. Es del otro lado, de los que dan órdenes. Y así habla. Trae el poder en su lengua, en su voz fuerte, de mando, en esa mirada que no puede descubrirse
detrás de la mica de humo.

Los otros andan uniformados. Dos tonos de verde en la camisa manga corta y el pantalón. Todos ellos traen fusiles automáticos. Tres de ellos lo mantienen en sus piernas, cruzando de lado los muslos. El otro lo mantiene a un lado de la silla, erecto.

Empiezan con una seriedad densa. De esas seriedades que pesan, que se caen, que nadie puede con ellas. Pero el de la voz de sultán les tira varias bromas. Les hace comentarios agradables, banales, para derretir la escarcha. Parece estar acostumbrado a negociar. Se extiende, placentero y cómodo, en los muebles de madera y cuero. Los equipales le quedan chicos, a pesar de que son sillones amplios y aparentemente confortables.

Él no se mueve mucho. Logra derretir los muros helados del encuentro y ya alcanzan un nivel afable en la conversación. Piden güisquis, un etiqueta roja y un bucanas. Los otros son cerveceros. Botes colorados, laig. No hablan de nombres ni citan lugares. Uno de ellos traza con el dedo, sobre la servilleta, caminos invisibles, rutas que se pierden en el papel arrugado, siluetas que se disuelven en el aire y se las lleva el viento.

Todos asienten. Él no. Está callado pero no parece enojado. Él sólo sonríe con la mueca de quien trae dólares en ese maletincito negro, la bolsa cangurera abultada y esa camioneta blanca, sin placas, que lo espera en el estacionamiento. Pero está de acuerdo.

Sale, en eso quedamos. Me parece bien. Cuenten conmigo. Y también con esto: y acaricia el maletín, la cerradura automática cromada. Ellos sonríen. Le dicen que sí a todo. Claro mi jefe, ya sabe que nosotros jalamos. No se preocupe.

Mesero, grita el güero. Tómanos la orden. Habían empezado con ceviche. Todos ellos pidieron una tostada. Él prefirió la orden completa, sin tostadas, servida a granel, en el plato. Siguieron con platos surtidos de mariscos: callo de hacha, camarón pelado y pulpo.

Luego llegaron los camarones rellenos. Al final una lobina flameada que nadie terminó. El festín les había llenado la panza y el alcohol ya coqueteaba con los linderos de las neuronas cerebrales. Tons qué. Ya quedamos mi jefe, lo que usté ordene.

Se levantan. Caminan juntos pero él avanza por su cuenta, adelante. Ellos parecen escoltarlo. A él y al maletín. Se los entrega. En el estacionamiento se dan medios abrazos y apretones completos de mano.

Sube a la camioneta, una Land Rober. Ellos a la patrulla. Ademanes de despedida. La comilona empieza a bucear en sus estómagos satisfechos. Quieren otra ronda, pero tienen que ir a patrullar. A asegurar la plaza, que ya estaba trazada y repartida.

Nota. El título no coincide con lo que narra la historia. Javier puso “curvina”, que es pez de mar, por “lobina” que es de agua dulce. Pero decidimos publicar la columna con su título original. Gracias por su comprensión.

Artículo publicado el 06 de febrero de 2022 en la edición 993 del semanario Ríodoce.

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