Malayerba: Banco

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En la fila del banco había hombres y mujeres. Todos con papeles en mano, mirando el reloj de pulsera. Unos esperaban mientras tecleaban en un teléfono celular y volteaban hacia atrás y a los lados, para no desesperarse.

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Afuera algunos carros estaban en doble fila. En la banqueta estaba el anuncio de no estacionarse que todos ignoraban, hasta los agentes de tránsito.

Uno de los hombres se desprendió de la fila. Acomodaba papeles dentro de varias carpetas. Tomó uno de los asientos de la sala de espera y se sentó: abría y cerraba compartimentos de un maletín, y metía hojas en carpetas que volvía a ingresar.

Se levantó. Miró triunfante la fila que se había alimentado con nuevos integrantes, de la que se había desafanado. Tomó el celular, luego miró el reloj de pulsera en su muñeca. Musitó algo. Sonrió solo y caminó hacia la puerta.

Afuera un sol recargado lo encandiló. Cubrió sus ojos y sacó apurado los lentes oscuros que guardaba en un estuche flexible, en la bolsa de la camisa. Recuperó la sonrisa y desarrugó la cara.

Tomó las llaves del vehículo, también mal estacionado. Retiró la alarma y sonó el tuu tuu de desactivación. Pero no pudo salir: una camioneta azul marino, alta, doble cabina, con llantas de tractor, estaba a su lado, bloqueándole el paso.

Otros dos automóviles estaban atrás y adelante. Atrapado. Se quitó los lentes de un manotazo torpe. Sacudió el maletín y lo dejó dentro de su vehículo, para regresar al banco a preguntar por el dueño de esa cuatro por cuatro que le impedía salir.

Se paró en la entrada, con mucha autoridad. Recorrió la sala de espera, la fila de los que buscaban ser atendidos en la ventanilla. Miró también a los que dialogaban con los ejecutivos del banco, separados por un ancho escritorio. No encontró al dueño.

Carraspeó. Un mjm para limpiar y aclararse la garganta. De quién es la camioneta azul, Cheyenne, que está afuera. Gritó y miró a su alrededor, en busca de alguna reacción. Nada. Tal vez tenía que llamar más la atención de los presentes. Hablar con fuerza, con más autoridad. Disculpen señores, de quién es la camioneta azul marino que está afuera, para que la muevan por favor porque no me deja salir.

Ninguna respuesta. Unos voltearon a verlo y después recorrían con la mirada el espacio refrigerado del banco: nadie se salió de la fila ni se levantó al escuchar la llamada de atención del hombre aquel.

Gritó aún más fuerte. Por favor, el dueño de la Cheyenne azul. La misma respuesta. Ah bueno, si la golpeo no respondo, dijo. Y se escuchó una voz que rompió aquella monotonía: si le pegas te mato.

Era uno de los que estaba hablando con un ejecutivo. Todos voltearon a verlo y también al otro. El hombre aquel miró fijamente a su interlocutor y siguió hablando con el empleado bancario.

Todo se quedó en silencio. Apenas eran perceptibles los golpes de las uñas de las cajeras en los teclados de las computadoras, el aire acondicionado y un murmullo que se quedó enano.

Aquel tuvo que esperar. Se escondió detrás de un montón de sillas, agachado, con la cabeza entre las piernas. Le brincaban los muslos. Aterrorizado, sentía como que le jalaban los labios hacia arriba. Le temblaban también los cachetes.

Artículo publicado el 30 de enero de 2022 en la edición 992 del semanario Ríodoce.

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