Malayerba: Yeta rojo

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La policía tras él. Tenía los datos de su automóvil: color, modelo, sin placas. La policía segura de que lo iban a atrapar. Los agentes investigadores al acecho, punzantes y trepidantes, recolectando datos.

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Era la confirmación de un adagio popular: estaba en el lugar y la hora equivocados. Él llegó ahí para buscar a uno de sus contactos. Pero era un malandrín que distribuía coca y tenía una red de vendedores.

Malandrín, sí. Narquillo. Pero no matón. La neta, eso no compa. Soy muchas cosas pero no he enfriado a nadie ni he mandado a que les den piso a mis competidores. Yo digo que cada quien en lo suyo. Pero que no se metan conmigo.

Pero esa vez él se metió. Estaba llegando a la casa de su conocido cuando otros que iban en una camioneta negra se le emparejaron y le dispararon. Su contacto quedó tirado, a un lado de la banqueta y a pocos metros de donde él estaba.

Y no quiso saber más. Se subió al yeta rojo de un salto y salió quemando llanta. Los que no presenciaron dijeron que el asesino iba en un yeta de ese color, que nada más vieron a uno. Dieron sus señas. Eso dijeron los que estuvieron ahí. Y los que no vieron también.

Era un bato así, chaparrito. Delgado el bato. Traía bigotito y el pelo ondulado, corto. Andaba en un pantalón de mezclilla y camisa negra, así como brillosa. Él bato bajó del yeta y pum-pum-pum, le disparó. Yo lo vi.

En la nota que apareció en los periódicos hablaban del carro del supuesto homicida. De las características del matón. Al parecer, el homicida iba vestido con pantalón de mezclilla, azul, y camisa negra. De baja estatura. Pelo ondulado. Más de treinta años.

El apodo lo sorprendió. Le dicen El crema. Alias el crema. Así le decían a él. Pero no había sido él sino los otros, los de la camioneta, quienes había disparado y matado a su vendedor.

Qué hago. Qué hago. Prefirió esconderse. Mientras decido. Mientras se enfría la cosa. Guardó el automóvil en la cochera de un amigo suyo. Cochera con portón eléctrico, sellada: no hay forma de asomarse al interior.

Pero tuvo necesidad de atenderse. Esa barba crecida le daba comezón. Se sintió sucio con ese pelo largo y descuidado. Él tan pulcro y preocupado por su apariencia se vio viejo frente al espejo.

Habló con una amiga para que lo llevara a la estética. Le dijo por teléfono: ven por mí, pero no vayas a mi casa, no estoy ahí, agarra el malecón nuevo, subes al puente Juárez y como que vas a Las Quintas, y sigues de frente, por la
Xicoténcatl y voy a salirte al paso.

Le pareció raro. Muchas señas para un raite. Mucho secreto para una simple vuelta. Quién sabe qué traerá este hombre. Le salió de pronto de entre una hilera de carros estacionados. Se subió y se acostó en la parte de atrás
de la caraván.

Qué traes plebe. Nada, nada. No quiero que me vean. Ya no preguntó. Lo llevó y lo esperó. Y luego le dio raite de regreso.

Semanas adelante siguió con esta rutina. Escondido y vigilante. Le llegó el pitazo de que los policías querían negociar. Envió a un amigo que es abogado. Le dio un maletín cargado. Vendió el yeta con todo y placas. El nuevo dueño lo pintó y se lo llevó a Nayarit.

Al siguiente día, todavía con la carcoma de que podían seguirlo buscando, leyó una nota en los periódicos: identifican al asesino. No era su nombre ni nada parecido. Pero tampoco eran los de la camioneta que aquella noche se le había emparejado.

Artículo publicado el 19 de diciembre de 2021 en la edición 986 del semanario Ríodoce.

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