Malayerba: Herencia

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Su padre se había dedicado al contrabando. Todo lo prohibido había pasado por sus manos y luego vendido. Un día lo detuvo la policía federal con un cargamento de mota y lo metieron a la cárcel. La sentencia fue tan dura que necesitaría otra vida para pagarla. Por eso sus hijos crecieron sin él y no podían visitarlo, porque había quedado lejos de casa.

Así enfrentaron la dura vida, la corteza gruesa y roñosa del guayacán, junto con su madre. De muy niños hacían mandados a los vecinos, luego fueron paqueteros en tiendas, farmacias y supermercados, y lavaron carros. Trabajaban y estudiaban. Su madre les repetía pónganse a chambear duro, dedíquense a estudiar, no quiero que terminen como su padre. Ellos solo escuchaban y pujaban. Un sí amá, no más para que no renegara.

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Su padre era un ausente, una sombra, un fantasma. Un recuerdo, una sonrisa de papel, una vieja fotografía que de tan gastada parecía como esa memoria achicada, distante, casi inexistente e imperceptible: memoria en sepia. Un nombre, una referencia, alguien que había estado a ratos, de paso, sin heridas ni trofeos, por sus vidas de infancia y corteza de roca volcánica.

Un vecino, a quien seguido le lavaban la camioneta, le pidió a uno de ellos que lo acompañara a dar unas vueltas. Con tal de subirse a esa fiera en celo, marca Silverado, aceptó. Poco discreto, el vecino se puso a patinar sobre el asfalto en uno de los cruceros y fue donde lo atoró un convoy del ejército.

Lo esculcaron con lupa. El tablero, bajo los asientos y detrás del respaldo. Las llantas, la caja, el motor y más allá. En un golpe de suerte escucharon un sonido hueco. Qué es esto. Mi capitán. Separaron la tapa y dieron con el doble fondo. Armas cortas y largas, cartuchos y ropa de combate, pecheras y granadas de fragmentación. El joven alegó que era inocente, que él solo iba de raite. El dueño de la camioneta pujó, resignado.

Los llevaron a la cárcel. Los metieron en un cuarto de cinco por seis, que compartían con ocho reos. Secuestradores, narcotraficantes, matones y asaltantes. Y él, que no paraba de llorar. En tiempo de frío le faltó cobija y en tiempo de calor enflacó más, deshidratado, insomne y con la piel tan pegajosa que era difícil separar del abdomen y pecho esa camiseta blanca y desgastada.

Una tarde, en la que el breve patio parecía un desfile de almas en pena, de presidiarios corvos y nauseabundos, un hombre que no había visto se le acercó. Yo conocí a tu padre. Él asintió, intrigado. Mira, él fue mi patrón y me dio a ganar mucho dinero. Levantó la mano, hizo un ademán y ordenó que lo atendieran. Le dieron al joven una celda de lujo, con tele con escai, aire acondicionado y cama con colchón ortopédico. Pensó que apenas había conocido a su padre. Sintió gratitud. Querencia. Gracias pá.

Columna publicada el 11 de octubre de 2020 en la edición 924 del semanario Ríodoce.

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