Pito Pérez, amigo


La mañana del sábado antepasado corrió rápidamente la noticia de la muerte del amigo artista: Roberto Pérez Rubio, y subrayo lo de artista porque él decía que había muchos pintores y pocos, muy pocos, artistas.

Sinaloense universal, irreverente hasta la intolerancia, no soportaba a los pendejos “porque solo vienen a quitar el tiempo”.

Un tiempo finito que al final de la vida adquiere dimensiones del tamaño de los males que acompañan inevitablemente una rebeldía igualmente finita.

Pito Pérez nunca se rindió, sacaba fuerza de su deseo inmenso de vivir, cada momento con gran intensidad hablando, sea de su pasión por las artes plásticas, los jardines o el sentido profundo de la vida.

Recuerdo el día cuándo cumplió 70 años. Hubo una gran fiesta en su casa —donde murió y fue velado en medio de pétalos de rosas rojas— y llegamos decenas de amigos entre ellos muchos jóvenes. Lucía contento, exultante, con una cerveza en la mano.

Le dije Pito: entras a tu última década útil, como dijo el filósofo vasco Miguel de Unamuno en su libro Del sentimiento trágico de la vida, porqué la siguiente es la de los achaques, la antesala de la muerte, su reacción no se hizo esperar: ¿Qué me estás diciendo que me voy a morir? No, o si, todos nos vamos a morir algún día, se molestó y diría a varios amigos que yo le había augurado la muerte cuando el sentido de utilidad unamuniano era otro.

Era un llamado para aprovechar creativamente esa década. Y así fue, al tiempo lo entendió, y pintó obras de gran formato que culminó con la exposición vanguardista Terra Nostra en octubre de 2012, en la galería Antonio López Sáenz del Centro Cultural Genaro Estrada —ojo, López Sáenz, Estrada, mazatlecos dan sus nombres a estos espacios culturales de Culiacán.

Unos días antes de su muerte fui a visitarlo junto con el periodista Fred Álvarez y lo encontré frágil, con una barba de semanas, no obstante, desde que llegamos nos habló de sus proyectos artísticos, que expresaban sus ganas de vivir, era la voz apagada que salía de un cuerpo débil, desfalleciente, pero también de una conciencia dilatada, llena de colores y formas.

Se reivindicó siempre de la escuela del expresionismo abstracto neoyorquino, aquella vanguardia de personajes vitales que iluminan hoy los grandes museos del mundo: Jackson Pollock, Mark Rothko, Ashile Gorky, y otros más que llegaron de Europa cuando estalló la II Guerra Mundial como Kandinsky, Mondrian, Dalí.

Roberto nace en Los Mochis, poco se sabe de los años que vivió en la ciudad cañera, pasó a vivir a Culiacán donde me dicen conoce a Alicia Calles, hija de Plutarco, quien estaba casada con el empresario Jorge Almada, una mujer muy bella y también una persona culta que podría haber encausado la rebeldía de Pérez Rubio en el mundo de la plástica y ser quien lo animara a viajar a California, instalarse en Carmel donde me diría, viajaba a los acantilados del mítico Big Sur, donde vivía y escribía Henry Miller al que me dijo, conoció.

Así, su vida dio un giro con ese viaje y se casa con Patricia, una linda norteamericana de raíces irlandesas con quien procrea a Elga y a Erika. Vuelve a Sinaloa a principios de los 70 donde lleva su arte a la Universidad, esa institución que está en deuda con él y los pintores José Khan Guerrero, José García, Hermilo Soto Miller y Miguel Ángel Félix.

Su irreverencia provocó la molestia de la izquierda cuando ellos pintaron muros de la UAS con la imagen del Che Guevara, Carlos Marx y Emiliano Zapata, con colores morados, verdes o azules, inspirados en el Pop Art de Andy Wharholl.

Tuve la oportunidad de tejer amistad con Roberto desde el día que abrió la galería Arte Activo en el otoño de 1986. Fue una relación que la llevamos a nivel familiar. Cuando viajamos con Lorena y yo, a estudiar el doctorado en Madrid a los meses, el verano de 1992, él llega con la familia de su segundo matrimonio a Mendionde, en los Pirineos Atlánticos, y nos invitan a pasar unos días en la nueva casa de los Pérez Rubio Lisar.

Nos encontramos en aquel caserío vasco en medio de un manto verde policromo. Nos recibió con una pierna de jamón serrano que había comprado en San Sebastián y esa sorpresa fue mayor, cuando empieza a sacar botellas de vino y champagne de una cava olvidada por décadas en el sótano de esa etxe vasca. Desayunábamos, comíamos y cenábamos aquellas delicias y otras con pan fresco, pero esta es otra historia que algún día escribiré con sus voces, texturas y sabores.

Artículo de opinión publicado el 25 de febrero de 2018 en la edición 787 del semanario Ríodoce.

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