Memorias de mi infancia: la radio

 

 

En unas oficinas viejas, esas de las que los gobernantes en turno simulan olvidar, todo por parecerles un estigma del pasado; algo que no tiene vida ni futuro para la actividad pública y social. Bueno, ya sabemos, la tendencia neoliberal suscribe nuevas técnicas del ejercicio de organización, y el sindicalismo les resulta improductivo, resabio del pasado, fuera del nuevo orden internacional y de las reglas teóricas prescritas. Pero el lugar dice mucho, en eso pensaba cuando la radio irrumpe con una polca de los Alegres de Terán y, después, El hijo desobediente y Paso del Norte con Antonio Aguilar.

Acto seguido, sin contratiempos, seguí la canción cabalmente con el video que los recuerdos le imprimían. Me sumergí en los años de infancia: sentí el sudor de la tierra partida por el arado evaporándose en mi cara desnuda, los pies descalzos sembrando la huella que no se olvida, las manos acariciando las semillas de ajonjolí pidiéndole que germine y tiña de verde los campos despoblados. En el escenario aparecen los pájaros haciendo sintonía con la música de la radio, alternándose, marcando cada uno sus alcances como si la intriga escapara de las mentes perversas y de los círculos de poder.

Pensamientos solamente, melancolía, pasos sin regreso, caminos recorridos, afanes sin recompensa, dolores que nunca terminan por sanar, color de la tierra que nunca se homogeniza. Así es el camino del que nunca olvida, sólo suspiros a cada paso. Distorsiones por hacer el pasado creíble o real, asequible para que todos lo vivamos, ¿pero qué sentido tiene si no puede sufrirse o sentir felicidad por lo que no se vive?

Volviendo el momento, en el que los Alegres de Terán y Antonio Aguilar, esa música del México nacionalista, aunque la transición de modelo económico y político estaba en pleno proceso de gestación, yo seguía sembrando… y que otra música mejor podía existir que esa, bueno tampoco llegaba otra o si llegaba no la entendía, no era compatible con ese medio. Cuando sintonizaba la radio porque a cada rato se quedaba sin voz, en puro murmullo, como si se cansaran de cantar o hablar pero con eso era suficiente. Me llenaba de fuerza: daba mis pisadas de tal forma que en la tierra mojada mis pies se hundieran y mi puño imprimiera mi energía para que la planta naciera resistente. Que esperanza tan firme, absoluta, condenada en la fe de la tierra que te vio nacer y que la haces tuya sin temor a que un día reclame tu regreso, pero con esa música qué importaba si nos sentíamos en armonía.

Mi padre chiflaba las canciones, mis hermanos se hacían un poco los desentendidos, envueltos en pláticas, y mi madre cada que había oportunidad platicaba del placer que experimentaba al escuchar esa música, yo contento por la euforia de esos momentos, ¿qué más me podía faltar?… bueno, el trabajo de sol a sol, sembrar no era cosa menor, sin embargo con resignación asumía los días porque las noches resultaban un parpadeo. Sólo los días aliviaban tanto cansancio y también la llegada del frío porque era evidente el alivio que se percibía, hasta de peso subíamos. ¡No rajarse!, esa era la expresión en el campo que lo decía todo, daba carácter.

La radio sonaba y sonaba y yo soñaba y soñaba, con esas canciones que a falta de estéreo, solo así llegaban a ese lugar de nuestro vasto país, que tampoco es poco ni mucho: es el pueblo de Baca. Aunque así lo viví, seguramente también muchos coincidiremos en ese pasado del México, mi México rural, del que no salía ni aspiraba a hacerlo. Ese era el mundo y ahí había que hacer vida… de la televisión y los nuevos escenarios no podría hablar porque en ese momento no estaban, consecuentemente fue hasta los trece años de edad que llegó… quizás ya había perdido la inocencia.

Finalmente, me digo: esas oficinas lo más vivo que poseen, a simple vista, es una bandera por el mes patrio. Simultáneamente, sin espanto ni temor, esto también es México… o peor aún, denota que el futuro por vivir no convence.

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