Los infiernos que falta conocer

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No terminaba el presidente Enrique Peña Nieto a festinar su logro en materia de reforma energética —durante la tercera semana de junio— cuando explotó, el 30 de ese mes, la masacre perpetrada por elementos del Ejército Mexicano en Tlatlaya, un pueblo del Estado de México, su tierra.
Los mandos castrenses y el propio gobierno estatal, encabezado por Erubiel Ávila, trataron de distorsionar los hechos para que pareciera que las 22 personas fusiladas habían muerto en un enfrentamiento.
En un país que supuestamente se perfilaba hacia la modernidad y bajo un régimen que había sido capaz de conjuntar esfuerzos y voluntades “en un marco de pluralidad (léase complicidades) sin precedentes”, no tenía cabida un acto de barbarie. Se trató, a toda costa, de enterrar para siempre una masacre que ahora, no sin razón, voces nacionales e internacionales están considerando de lesa humanidad.
Pero era solo el atisbo de la crueldad y el salvajismo que subyace en el comportamiento de las instituciones de seguridad en el país, en nombre a veces de “estrategias” del Estado contra la violencia, o por intereses criminales incrustados en los diferentes niveles del Gobierno.
Tres meses después reventarían los hechos en Iguala, Guerrero, para espetarnos que la crisis de inseguridad que se vive en el país va más allá de Michoacán, de Sinaloa, del Estado de México, de Jalisco y de Tamaulipas. Y que si creíamos que ya habíamos tocado fondo y que a partir de allí había que levantar el vuelo, estábamos equivocados y que todavía faltaba por asomarnos por algunas puertas no descubiertas del infierno.
El caso de Tlatlaya puede ligarse a labores de exterminio encomendadas a dependencias como el Ejército y la Marina —igual que en los estados y municipios se encomienda a las policías locales—, una forma delincuencial y funesta de claudicación del estado de derecho. Y el de Iguala nos lleva directamente a ese cáncer que, desde hace décadas ha venido lacerando las instituciones públicas, sin que ninguna instancia de Gobierno y sin que ningún partido político haya hecho nada serio para combatirla a pesar de saber las consecuencias que podía traer consigo: la narcopolítica.
Ahora, desaparecidos 43 estudiantes normalistas a partir de los hechos del 26 de septiembre en los que murieron al menos seis personas, los partidos “descubren” que hay que poner atención y tomar medidas para que se evite que personas ligadas al narcotráfico compitan por un puesto de elección popular.
¿Tenía que pasar Iguala? No. Allí estaba ya Michoacán y la gran cloaca que destapó la intervención del Gobierno federal, donde quedaron evidenciadas las relaciones de complicidad de un hijo del ex gobernador Fausto Vallejo y varios alcaldes con Servando Ramírez, la Tuta, líder de los Caballeros Templarios. Pero antes, innumerables casos en Sinaloa, en Sonora, en Chihuahua, en Tamaulipas, Morelos, Estado de México, Veracruz…
¿Cómo ha subsistido en Sinaloa la violencia impune que campea en zonas como Culiacán, por ejemplo? Por lo mismo. Desde hace décadas, el narcotráfico ha estado financiando campañas electorales y eso se traduce en impunidad por los crímenes que luego se cometen. Y hasta en cinismo. Manuel Torres Félix, por ejemplo, hasta en un corrido presumía su trascabo con el cual cavaba fosas y zanjas donde enterraba, él mismo, a los jóvenes que asesinaba.
Le decían el M-1 y, sus más cercanos, Manuelón. Pero luego alguien lo rebautizó como el Ondeado y no fue gratuito. Enfermo de rencor por el asesinato de su hijo Atanasio Torres Acosta, en 2008, cobró de sobra la afrenta, asesinando a decenas de inocentes en búsqueda de una justicia que solo podía explicarse desde el enloquecimiento y la paranoia.
Todo el mundo sabe y comenta, en la calle y en los círculos policiacos, que este gatillero, muerto por el Ejército en diciembre de 2012, dejó enterrados en los montes donde operaba, a decenas, tal vez cientos de muchachos, por el solo hecho de considerarlos sus enemigos.
Pero igual que en Guerrero, en Sinaloa el Gobierno se ha hecho de la vista gorda. No encuentran a los cientos de desaparecidos reportados en los últimos seis años simplemente porque no los buscan. Porque igual que en Guerrero, en Sinaloa muchos políticos les deben sus cargos a los narcos.
Bola y cadena
QUÉ BUENO QUE AHORA TODOS los partidos manifiesten su deseo y compromiso de vigilar para que no se cuelen a los procesos electorales aspirantes que tienen relaciones con el narcotráfico. Qué bueno por las elecciones federales que se avecinan y por las estatales que se llevarán a cabo en 2016. Si esto se respetara ¿a quiénes habría que descartar desde ahora? Échele.
Sentido contrario
HABLANDO DE GUERRERO, se observa en el PRD un cambio de discurso. De la defensa tonta del gobernador ante los acontecimientos de Iguala, a un distanciamiento evidente. Pero el daño está hecho y aquí tiene una gran responsabilidad el partido que llevó al poder al alcalde de Iguala y al gobernador. Dijera la vox populi: “cuando el barco de hunde, las ratas salen por los mecates”.
Humo negro
Y COMO SI A SINALOA LE faltaran motivos para estar en las primeras planas, asesinan adentro de una cabina de radio, conduciendo su propio programa, a Atilano Román, líder de un grupo de comuneros desplazados por la construcción de la presa Picachos, una obra que, antes que beneficios, ha traído ya decenas de muertos.

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