Aquella tarde de la FIL

 

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Javier estaba especialmente lúcido ante una audiencia de gente atenta, con ganas de escuchar historias de periodistas y narcos. Ataviado con su infaltable sombrero de ala ancha trasmitía con vehemencia las recogidas entre quienes han escrito sobre uno de los ángulos más obscuros y al mismo tiempo más luminosos del periodismo de nuestro país.

Ese periodismo valiente que se mete sin más entre las patas de los caballos. Ese que  Javier hacía porque los límites de lo legal y lo ilegal se habían perdido y en ese vértice se encontraba una veta inagotable de historias. Las que buscan un teclado que narre desde el ángulo de los lastimados, de quienes no tienen voz, los impotentes o simple y llanamente quienes sólo son una fría estadística oficial y, claro, para registrar una sociedad que por el miedo ha perdido capacidad de reacción.

Su vocación, su sensibilidad y quizá,sus estudios en sociología en la UAS, lo empujaban literalmente a narrar lo que desde niño había visto de soslayo en los barrios y calles de Culiacán. Esas vidas efímeras, consumidas por el aquí y el ahora, alucinadas con el dinero fácil y el culto a sus íconos de malayerba.

Aquellos que son hoy insumo plástico de series cinematográficas y literatura para turistas. Y qué muchos de nosotros las consumimos, en la comodidad de nuestras casas,como si fuera una hamburguesa o una Coca-cola fría. Nada que signifique un riesgo o quizá sí, porque hay lugares donde vivir es todo un desafío cotidiano.

Quizá, por eso esa tarde fresca de noviembre, Javier narraba pausado y consciente de la tribuna en que estaba instalado. Esa tribuna insuperable que es la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara. A la que en los últimos años asistía cada vez con un nuevo vástago bajo el brazo y sus lectores lo esperaban como a un moderno juglar para que les platicara historias de gente de carne y hueso.

Y, en esa ocasión, tenía la alta responsabilidad de compartir la mesa con su editor, sus presentadores el periodista Diego Enrique Osorno  y una mujer excepcional: Lydia Cacho. Quien ataviada con un saco rojo y fondo negro como su rebeldía, elogió ese libro de historias heroicas del periodismo.

Ambos festinaron este nuevo esfuerzo por documentar y explicar ese mundo paralelo de cada uno de nosotros que deseamos lo más lejos posible de nuestras vidas.

Javier hablaba chispeante y veía a los ojos de cada uno de los presentes.Trasmitía su enjundia, su coraje, su impaciencia ante la falta de acompañamiento que tiene el periodismo de riesgo, al que dijo “le falta sociedad”.

Griselda y su hija Tania atentas esbozaban una sonrisa de satisfacción, de orgullo familiar  silencioso, de ese sentimiento que brota cuando hay que disfrutar un momento único e irrepetible. Claro, vendrían otros instantes, quizá muchos más, pero ese tenía algo especial.

Lydia Cacho a quien,me dijo Javier,lo ponía inquieto porque no conocía personalmente. Ella en cambio lo conocía a través de sus libros de crónicas de violencia. Era en ese momento uno de los suyos y hoy la periodista seguramente lo llora como hace una semanas lo hizo por Miroslava Breach.

Cuando terminó la presentación ya entrada la noche, la gente se arremolinó en torno a Javier, buscando, una selfie, una dedicatoria, una firma, un “hasta luego bato”. Javier se dejaba querer por el público que le sonreía y al que siempre expresaba una palabra amable. Un “bato” que muchos no se sabían su significado y que lo aceptaban con una sonrisa de satisfacción. Escribía dedicatorias personalizadas como si conociera de siempre alas personas que llegaban hasta él.Así, estuvo, hasta que llamaron a desalojar la sala porque venía otra presentación. Me tomé unas fotos con él y Lydia, para luego perderme entre la muchedumbre que transitaba por los largos pasillos.

Más tarde me habló Griselda, para decirme que Javier nos invitaba a Carlos Maciel y a mí a tomar una copa en la cantina La Fuente. Carlos se disculpó por otro compromiso, yo lo acompañé, junto con unos amigos,hasta la medianoche. Creo que fue la última vez que lo vi, aunque estábamos en contacto vía telefónica, unas veces para ver cosas de mis colaboraciones y una que hoy me viene a la memoria.

Había escrito un texto para La Jornada sobre lo que llamó la Línea Azul que transitan los turistas cuando bajan de los cruceros para trasladarse al Centro Histórico de Mazatlán. La definió como una frontera entre la zona segura y la de riesgo del puerto. La respuesta no se hizo esperar y le llovieron señalamientos encendidos en Facebook de gente de turismo. Estaba agitado y nervioso. Defendimos juntos el punto y luego me dijo: Gracias bato.

QEPD

 

 

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