Malayerba: Miguelito

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Miguelito. Miguelito. Hola Miguelito. La voz se escuchaba apenas, como un atisbo de sonido. Un susurro. Un soplo.

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Miguelito. Despierta Miguelito. Era la voz de la enfermera. Pero él estaba soñando, dormido, viajando: sobredosis de tachas. Sobredosis permanente después de tanta cocaína, mariguana, crac, heroína. Muchos años intoxicándose.

La enfermera quería darle la medicina. No sabía si estaba despierto. O si soñaba y le hablaba un ángel blanquizco, casi transparente, que al mismo tiempo le sonaba con cierta ternura y consideración. Amigable y apacible.

En ese tirón de sueños y droga se le vino su propia historia. Y toda su vida, su trayectoria y esas arenas movedizas en las que se hundía cada vez más, se le repitieron entre ojo y ojo, como película.

Todavía recuerda cuando su mamá lo agarraba a chingazos. Me recuerdas a tu padre, le decía. Era un bueno para nada y me dejó por otra mujer. Y encima, aparte de todo esto, repruebas en la escuela y todo mundo me da quejas de ti.

Le gritaba y le pegaba. Esas sí eran madrizas. Una tras otra. No faltaban. Porque se quedaba dormido en clase y la maestra lo acusaba, o porque peleó durante el recreo o simplemente porque no asistió a la escuela. Y las reprobadas, esas tampoco faltaban.

No era todo. La pobreza era lo único que se acordaba de él y su familia. Miseria, abandono por parte del padre, desintegración familiar. Era su escenario. Por eso huyó a la calle y luego rumbo a Estados Unidos, aunque nunca llegó.

Ahí en la frontera probó de todo. Se metió de todo. Hasta que consiguió la aceptación. Ya tenía su grupo, la tribu. Eran como él y ya podían saber lo que significaba experimentar el sentido de pertenencia. Unidos por la calle, la vagancia y las drogas.

El coco. Así le decían. Y le gustaba. Se sentía temido, respetado. Era alguien y al menos ya no lo agarraban a chingazos como su madre: eres un muertodehambre, un bueno para nada. Todavía escuchaba sus gritos. Le dolían los cintarazos.

Yo olvido. Tú olvidas. Nosotros olvidamos… nuestro pasado. Pero él, que lograba viajar y olvidar con el crac y la mariguana y las tachas, regresaba siempre a este punto muerto y doloroso. Esos cintarazos en el patio de su casa.

Y las llaves de sus ojos siempre abiertas para derramar lágrimas. Y sigue derramando.

Miguelito. Miguelito… abre tu boca.

Miguelito. Ese soy yo. No soy el coco. Ni el crac ni la mariguana. Así me pusieron cuando andaba en la calle, con la raza. Entonces yo era alguien, me identificaban los que andaban conmigo. Tenía gente alrededor. Tenía algo. Era algo.

Ellos me regalaban perico para olvidar la situación. Yo me encargaba de recordarlo todo.

Miguelito. Miguelito. Despierta, Miguelito. Abre la boca.

Y todo se me vino encima. Todo y más cuando el juez dictó la sentencia: 50 años de prisión, por los delitos de tráfico de drogas, portación ilegal de arma de fuego e intento de homicidio.

Perdí todo. Y mi vida se me echó encima: mis hermanos, mi madre y sus golpes, mi padre huyendo.

Ese velador me quemó los ojos. Y todo por querer robarle. En medio del forcejeó se defendió. Lo hizo bien. Me echó el frasco de ácido encima. También perdí mis ojos, mi vista.

Miguelito. Miguelito… ¿estás despierto?

Artículo publicado el 06 de noviembre de 2022 en la edición 1032 del semanario Ríodoce.

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