Malayerba: Fiesta privada

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Le dijeron, Te invitamos a una fiesta. Y ella no la pensó. De todo lo que escuchó, lo único que le pareció raro era que la fiesta no iba a ser en Culiacán, sino en el Estado de México. Y que todos irían en un vuelo. Uno privado.

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Pero ella no tenía por qué preocuparse. Todo pagado.

Su amiga era novia de otro amigo. Ella conocía a una familia. La familia tenía un hijo preso. Y él era el festejado. Cumpleaños feliz, le cantaron, todos, a coro, detrás de esas paredes gordas y grises.

Fiesta privada. Ella se imaginó el salón de un hotel. Un local grandote y lujoso. Los meseros tras los invitados. Mesas, manteles, flores, bocadillos, bebidas, buena cena, cubiertos de plata, la tambora o una bandaorquesta.

Nada más falso.

La fiesta era de lujo, pero en una cárcel. De alta seguridad. Había meseros, no muchos. Mesas y manteles también. Y la parentela, completa. Y los reos invitados por el festejado. Bebidas y comida excelente.

Al lugar las visitas entran con un distintivo. Ropa de un solo color. Ellos llegaron con el atuendo que quisieron y nadie les dijo pero.

El festejado: un joven alto, bien parecido y simpático. Buen mozo, le dijo ella a su amiga. Te lo voy a presentar, le contestó. Vamos. Oye, mira, te voy a presentar a una amiga. Ella es fulana. Ah, mucho gusto. Que bueno que viniste. Ya me habían hablado de ti.

Él se movía con una calca en la espalda: era su guarura, otro tipo alto, tanto como él, que no se le despegaba, que le era más fiel que su propia sombra, que se confundía con la parte posterior de su cuerpo.

Un guarura con una sobaquera cruzándole la espalda. Con un chaleco de esos que traen los guardias presidenciales. Con la mano derecha siempre metida en el costado izquierdo, como pegada, como esculpida y soldada a ese extremo. Otro él.

Y ellos platicando. Él y ella con una conversación tramada, llena de nudos, entrelazada, cercana, íntima y a veces sudada en la piel del otro. Ja, ja, ja, sonaba la risa de ella, discreta. Y la de él no se hacía esperar, pero en la estridencia.

Los que no eran sus parientes lo saludaban sin mirarlo. Los otros reos, los demás invitados, procedían igual. Hay que felicitarlo, saludarlo, quizá de mano, tal vez de lejos. Pero nunca mirar. Nunca de frente. Nada verle a los ojos. Prohibido sostenerle la mirada.

Todos gachos. Todos encorvados. Más vale que así sea. Mejor es tener precaución. La cabeza abajo. La mano estirada, para encontrar la del interlocutor. Los ojos para otro lado, disimulando y sin abandonar la cortesía. Ni un ápice. Ni de reojo. Pena capital.

Y la pareja de recién conocidos clavados en esa conversación. Él le tomó el brazo varias veces. También acarició la cintura, rodeándola, amigable. Ella se dejó querer. Estaba seducida por la simpatía. Pero también por la fiesta, los regalos. Y todo aquello en la cárcel.

Él se entusiasmó. Le dijo, al final, durante la despedida, te puedo llamar. Ella dijo sí.

Salieron de ahí. El hotel. El vuelo. Culiacán de nuevo.

Al otro día le llamó. Platicaron pero sin aquella calidez. Él le dijo, Ven cuando quieras, mando por ti, yo pago todo, qué necesitas. Lo que sea. Mmm. No, gracias. Después lo vemos, yo te aviso.

Pasaron días y varias llamadas. Hasta que le dijo ya no. A ella le dio miedo. La pensó dos, tres veces. Por qué, preguntó él. Me caes bien. Pero la verdad tengo novio.

Novio pesado. Le era fiel. Y ella terca con estar cerca del fuego. Jugar, quemarse, arder. Y ardió. Pero él, cuando lo mataron, poco tiempo después.

Artículo publicado el 30 de octubre de 2022 en la edición 1031 del semanario Ríodoce.

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