Malayerba: La perra

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Dos jóvenes damas esperaban el camión de transporte urbano. La capa nocturna avanzaba inexorable en la raya final, más allá de los árboles, la estepa, los cerros. Eran dos como cualquiera, con su ataviar de ejecutivas de banco.

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Una camioneta Van avanzó apurada en la avenida y cuando las tuvo en un costado dio un frenón. Dos hombres armados se dirigieron hacia una de ellas: los fusiles colgaban a sus espaldas y ellos peleaban con éstos y con esa mujer que pataleaba y gritaba.

La otra se hizo a un lado, moviose rápido y quedó detrás de un muro. Mirando, mientras las rodillas titiritaban y las pantaletas se humedecían de orín. Apretó y apretó, pero fue imposible retener.

Los que estaban dentro de la vagoneta abrieron la puerta lateral y la metieron. Avanzaron apenas unos metros y medio se estacionaron. Luces encendidas quebrando el ambiente pardo de un sol que se apagaba a lo lejos. Motor en marcha.

Uno la agarró de los cabellos y le pegó una cachetada. El otro ató sus piernas a la altura de los tobillos, envolviéndolos con cinta adhesiva color café: el pegamento del plástico parecía estirar y chuparle la piel.

Habla, puta, habla, cabrona. Para quién trabajas. Ella gritaba que no, que no le hicieran nada. Es una confusión. Yo no soy, no soy. El otro le pegó con el puño cerrado en la mejilla. Fue un golpe quirúrgico: sin mucha fuerza, seco, sin estirar del todo su brazo derecho. Ella pareció desfallecer pero el otro la cacheteó de nuevo para despertarla.

Habla, perra. Le gritaban que diera el nombre y apodo de su jefe. Que ahí, en medio de esa tarde que ya se vestía de noche, nadie la iba a ayudar. Estás perdida. Eres una puta. Una perra. Las esposas que le habían colocado en las muñecas, con los brazos en la espalda, empezaban a quemarle y a abrirle la piel. Le decían que la droga, que el jefe no sé qué. Y ella les contestó una y otra y otra vez lo mismo: no soy yo, me confunden.

Lo hizo entre gritos y golpes. Las burlas de ellos y las heridas de ella menguaron un poco sus expresiones pero no dejó de decirles entre balbuceos que estaban confundiéndola con otra persona. Los hombres reaccionaron antes de que uno de los cuatro intentara quemar los brazos de la dama con el Marlboro que ya ni fumaba. Vámonos, dijo el que estaba al volante y observaba y gritaba junto con los otros. No es. Uno la tomó del brazo y la volteó como si maniobrara un costal de papas. El otro usó un cuchillo largo y grueso para trozar por la mitad la cinta adhesiva que abrazaba sus tobillos. El otro le dio dos cachetadas leves, de cariño, para que no se olvidara de sus palabras y sí de sus rostros.

Pobre de ti, cabrona, si nos denuncias vamos a matarte a ti y a tu familia. Ella movió desesperadamente la cabeza. Pronunció un tembloroso sí señor. Abrieron la puerta y la empujaron: al caer no pudo sostenerse en pie y rodó.
Antes de que se marcharan alcanzó a escuchar lo que uno de ellos gritó: pero de esta noche no pasa esa vieja. Ya verá. Pinche perra.

Artículo publicado el 16 de enero de 2022 en la edición 990 del semanario Ríodoce.

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