Malayerba: Alcalde

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El alcalde les hablaba al chile: aquí, mientras yo esté al frente del gobierno, nadie los va a molestar ni van a tener problemas.

Y todos contentos. Los narcos más que nadie.

Era su discurso para quienes vivían en la parte alta de la serranía. A ellos, durante sus giras, los surtía de todo. Él pasaba y le echaban grito. Pasaba con su comitiva o solo, durante las visitas a los pueblos. Y de todo le pedían. Allá, lejos de la cabecera municipal y el empedrado, no le decían alcalde ni presidente municipal ni licenciado. Para ellos era toño. Toño para acá y para allá. Ei, toño, le gritaban desde los patios, el plantío, los montes y los zaguanes de las casas.

Ai te encargo, toño. Échame la mano y acuérdate de traerme unas mangueras, una motobomba. Luego, en otra vuelta, en otra comunidad, le pedían dinero. En la lista de peticiones también estaban semillas para sembrar frijol y maíz. Y hasta balas.

Ei, toño, unas balas. Y él preguntaba de qué calibre. Le pedían desde calibre chico, las clásicas veintidós y veinticinco, y también cartuchos para cuarenta y cinco y nueve milímetros.

Bajaba de las montañas con los encargos memorizados. De subida, las cajas, bolsas, costales y paquetes eran repartidos. Los costales de semilla son para don Chuy. Las dos cajas de cartuchos para nueve milímetros para Juan. Doña Petra me pidió mangueras.

Era su ritual. Le echaban grito. Paraba la suburban a la vera del camino o frente a alguna de las casuchas escondidas entre el monte. Siempre le pegaban el grito y el pegaba el brinco, como simulando bajarse de un caballo. No la pensaba para detenerse. Echar la platicada.

Apretón de manos y abrazo: de esos abrazos a distancia, en los que sólo se palmean las espaldas pero no juntan los cuerpos. Dos palmadas rigurosas, fuertes, sonadas. Y luego el encuentro de las manos.

Conocía la serranía como el patio de su casa. Cada centímetro, árbol, vereda y habitante, memorizado, puestos en su cabeza como mapas, croquis, agendas electrónicas. Fracaso del olvido en su persona.

Eso le permitía conocer y tratar de igual a igual a quienes se dedicaban a sembrar mariguana y amapola. Sabía que si les llevaba mangueras, fertilizantes, motobombas, iban a terminar en las parcelas intrincadas en los cerros, con plantas de enervantes.

Lo sabía. Nadie se lo dijo. Conocía ese terreno y a sus habitantes. Pero también sabía que no tenían de otra: ni él ni ellos. Así que convivió y se metió a sus patios y casas. Y se hizo uno de ellos. O al menos simuló serlo.

Las balas eran para la cacería. Pero no todas, sólo las de calibre chico. Y no siempre. Les llevaba parque y no en una ni dos cajas. Querían defenderse, tener para responder si había alguna bronca.

Pero él les daba confianza. Así, despacito, como no queriendo, se los fue ganando. Aquí no se preocupen. Ustedes sigan en lo suyo. Mientras yo esté no van a tener problemas. Nadie los va a molestar. Y de eso me encargo yo.

Balas. Balas. Balas. Insumos para la siembra. Semilla mejorada. Y balas. Muchas balas. Decenas, cientos, miles, en los dos años que llevaba su administración al frente del gobierno municipal.

Muchas, muchísimas balas. Decenas. Casi cien, las que le pegaron a su camioneta, entre sembradíos, cerca de la ciudad. Y a él, según el forense, unas diez.

Artículo publicado el 09 de enero de 2022 en la edición 989 del semanario Ríodoce.

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