Malayerba: El regalito

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Judicial contra federal. Estaba gruesa la cosa. Y él ahí, añorando esos tiempos. Había sido comandante. Todo Escuinapa era para él. Sesenta policías bajo su mando. Casi nada, decía: hay más policías que pueblo.

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Ya sabía de esos pedos. Lorenzo Gorostiza era un comandante de extracción militar. Férreo, pero bueno. Él era de los suyos. Y conocía como una radiografía bien estudiada quiénes eran los enemigos y por dónde podían llegar los chingazos.

Pero también sabía que la receta era disciplinarse. Cumplir las órdenes como relojito. Informar siempre a sus superiores. Y dar resultados. El pueblo era suyo. Hasta la lluvia sucedía si él lo quería.

Pero ese día no llovía. Más bien la cayó una tormenta que lo arrastró hasta donde ahora se encontraba: la cárcel. Y no sé explica por qué Gorostiza les dijo “¡Llévenselo a la chingada!”, cuando ya lo habían soltado.

No quiero nada de ese cabrón. Y así dígaselo: de él nada, más que pura chingada. Así que los federales, que ya lo habían soltado, lo llevaban de regresa para consumar ese ajuste de cuentas.

El comandante de la judicial contra Marco Antonio González Treviño, de la federal. Y él estaba en medio. Por eso lo jalaron. No traía broncas, pero con tal de perjudicarlo, el federal se las sembró.

De repente lo detuvieron. Que un tipo al que le habían encontrado diez gramos lo señaló a él como vendedor. Pero ni se los habían encontrado, sino “sembrado”. Ni lo había acusado a él. Pero lo hizo para que dejaran de torturarlo.

González Treviño y los orangutanes que lo acompañaban fueron por él. Era un mensaje para Gorostiza. Y el militar lo entendió a la perfección. Pero había quedado como escarmiento: lo soltaron rápido.

Cuando se lo entregaron al judicial, éste ni volteó. Ordenó que se lo llevaran de regreso y lo zambutieran en el bote. De ese cabrón no quiera nada. ¡Na-da!. Era su comandante, fiel y de buenos resultados. Nada valió. Se le hizo escarcha la entreceja.

Hasta ahí llegó. Le abrieron proceso. Las pruebas de su inocencia sirvieron para el cesto de la basura. Los abogados le dijeron que había consigna: te quieren chingar. Y así fue: diez años de sentencia.

Por eso le extrañó que de repente les diera por visitarlo. De cuando acá, pensó. Y ató cabos. Desató nudos. Y regresaron recuerdos. Cómo le pesaba no andar en patrullas, armado, con su uniforme.

Pero se calmó cuando trajo nombres de sus compañeros: fulano está preso en Guadajalara, mangano muerto, sutano dado de baja. Cuál hubiera sido su suerte, de haber continuado en la corporación. Quién sabe.

Y ese emisario ahí. Llegó con esa sonrisa que festeja, maliciosa. Qué pasó, compadre. El jefe quiere saber cómo estás. Si todo va bien. Si te hace falta algo. Qué se yo. Me mandaran pa’cá.

Y siguió con ese tono de facineroso. Me pidió que te dijera que te va a alegrar el día. Y la vida. Que te tiene un regalo. Qué regalo: regalito. Que te pongas trucha. Que mañana te vas a enterar.

¿Sería su libertad? Acaso dinero, un carro. Nada. No quiso pensar. Quién sabe qué se traerán. Y prefirió esperar. Se acostó como quién espera las mañanitas en el día de su aniversario. Pero opacó ilusiones.

Y a la mañana siguiente volvió a alentar la curiosidad. Qué será. Pidió el periódico para distraerse. Empezó a hojear, cual debe, de atrás para adelante. Y vio la principal de la policiaca: Matan al comandante Gorostiza.

E

Artículo publicado el 24 de octubre de 2021 en la edición 978 del semanario Ríodoce.

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