Malayerba: La roncha

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Para Luisito, por sus cantos esperanzadores

Le salió una roncha en la nalga derecha de tanto estar sentado. La hacía de taxista y de las veinticuatro horas que tiene el día, veinticinco se la pasaba frente al volante: peleando con esa dura transmisión, el nebuloso y lerdo tráfico y el pinche calorón.

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A su hijo le dio por rezar y cantar. Y por llorar. A media tarde y de mañana, de madrugada, asaltado por alguna pesadilla, o antes de dormir, abría los grifos de agua con sal escondidos detrás de sus ojos y pas: berreaba lastimosa y copiosamente como un huérfano de navidades y cumpleaños, un niño en el bledal baldío.

Tía, enséñame a rezar. Y la tía Trini le recitaba despacio el padrenuestro o un avemaría. Ahora enséñame uno de esos cantos. Claro mijo. Y el de apenas seis años repetía como el eco fiel, abría los ojos y sonreía entre cantos y rezos.

La tía empezó a llevarlo a la iglesia y no solo los domingos. Él se alistaba entusiasta para acudir a la casa del Señor, como él le llamaba a la capillita de la colonia. Su apego y pasión salpicaron a muchos vecinos y primos.

A ellos les enseñó rezos y cantos, como lo hacía con él la tía. Su padre no lo veía pero sabía que estaba en buenas manos. Cuando llegaba a encontrarlo despierto, en una de esas escapadas para cenar, ese niño surcaba con sus dedos cruzados la señal de la cruz en su frente, boca y cachetes.

Una brisa contenida aparecía luminosa en las aceitunas redondas con que miraba a su pequeño. Le hablaba del ángel de la guarda. Por jugar él le contestaba, Será un ángel guardián. El niño sonreía y le daba la bendición: por la señal de la santa cruz, cuídanos Señor. Cuida a mi papito.

Regresaba al volante cuando dejaba a su hijo apacible, envuelto en cobijas estampadas con carros de rostros chapeteados. Lo que no sabía es que en esos días estaba despertándose a las tres, cuatro de la mañana. Y lloraba, igual que durante el día.

Por qué lloras, hijito, le preguntó su tía Trini. Él sollozaba. Y cuando al fin se calmaba le decía, Es que veo a mi papito muerto, con mucha sangre. Recemos.

Cantaba y rezaba ella y él la secundaba. Rezaban y rezaban. Lo habían hecho tantas veces que él terminaba solo las oraciones y con sus dedos cruzados, haciendo viento en su frente y cachetes, musitaba.

Ese día nomás dijo amén y sonó el teléfono. Era su papá. Se le escuchó decir creo que me dieron cinco balazos. Fueron por él: quiso ayudar a unos que habían chocado y en eso llegó otro carro y le dispararon, cuando ni siquiera había bajado del carro.

Estaba sentado en el automóvil. No lo creía. Una bala había perforado el lado derecho del respaldo del asiento y otra el lado izquierdo. Ambas sobre sus hombros. Otro proyectil entre sus piernas. Uno más en su muslo. Cero sangre.

Había dejado de usar la cartera en la bolsa trasera del pantalón, por esa roncha en el trasero. La puso en la bolsa delantera. Nadie sabe cómo, pero la bala le hizo un chichón a la billetera y dejó un morete en el muslo. Gracias, roncha. Gracias, diosito.

Artículo publicado el 10 de octubre de 2021 en la edición 976 del semanario Ríodoce.

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