Malayerba: El coyote

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Los policías lo sorprendieron en el ajetreo carnal, con una joven mujer. Traía los calzones abajo. La marea subía como la temperatura en sus cuerpos, casi al punto de inundarlos.

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No vio venir a los agentes hasta que escuchó que le gritaban. El automóvil había quedado a un lado y ya no había tiempo de cubrir su cuerpo con la ropa, menos cuando las trusas están en los tobillos.

Qué quieren, les respondió, con una voz de güevos hinchados. El poli que se acercaba puso su mano en la fornitura de la pistola, como si intentara acomodar el arma para que le quedara al alcance. Están ustedes detenidos por cometer faltas a la moral.

La mujer se movió torpemente para alcanzar sus prendas. Para entonces los agentes ya la habían escaneado con ojos grandes y un palpitar apurado. Nos los vamos a llevar a la barandilla por andar de calientes en la vía pública. El del escarceo sonrió y el poli le preguntó de qué se ríe.

El hombre lo miró y le dijo, No pueden detenerme, par de pendejos: soy el Coyote. Ah, sí, con que insultos a la autoridad y desobediencia. Tomó el tolete con la derecha y le dio con uno de los extremos en la panza. Cayó como costal de papas. En el suelo le dio otros dos en la espalda.

Lo ayudaron para incorporarse. La mujer observaba todo desde la cabina de la camioneta, atrapada entre los broches del sostén y golpes e insultos del exterior. Te crees muy machito. No me creo nada ni nadie. Soy el jefe. Te voy a matar si no me sueltas.

El Coyote había ganado fama de maldito. Nadie pensaría en encontrarlo a solas, en la playa, jadeante y con los calzones a medio camino: tras ese horizonte rojizo de octubre, con esa dama de piel blanca, en esa playa casi virginal, y sin sus veinte pistoleros alrededor.

Te vas a arrepentir, pinche poli tacuachi. Los dos uniformados lo cercaron. Uno lo sostuvo por atrás y el otro le pegó dos en la panza y uno en el mentón, que le dejó la cabeza como sostenida por una flaca línea de alambre. Sí, coyotito, le respondieron, burlones.

Los subieron a la patrulla. A él lo esposaron y arrinconaron en la caja de la camioneta, y ella iba en la cabina. Su párpado izquierdo estaba amoratado y de sus comisuras brotaba un flaco hilo de sangre.

Hijos de su pinche madre. Les gritaba, mientras la patrulla avanzaba. Lo atarantaron las luces rojas y azules que circulaban en la parte superior de la cabina. Bajó la cabeza. Despertó hasta que lo llevaron con el comandante, en la base de la corporación.

Jefe, traemos a este pendejo. Lo agarramos en la movida, con una muchacha, por faltas a la moral, insultos a la autoridad. El comandante lo interrumpió. Vio al detenido y gritó, Jefe, jefe. Miró a los agentes y les ordenó, Quítenle las esposas. Ah, cómo son tontos. Si es el Coyote, el patrón.

Cabrones, en qué problema me han metido. Discúlpense con él y llévenlo a la clínica. El Coyote sonrió de lado, supuraba hieles de un sabor cobrizo. Lo tomaron con delicadeza y camino a la clínica le decían que los perdonara. Él ni volteó. Hizo una llamada y nadie más los vio.

Columna publicada el 03 de octubre de 2021 en la edición 975 del semanario Ríodoce.

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