Malayerba: El contador

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A Francisco y Susana, dueños de este muelle.

De noche le habló. Te invito a desayunar. Órale. En qué restaurante. No. Qué restaurante ni qué nada: paso por ti a las seis. Y le colgó.

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Emprendió la reconciliación duradera entre los párpados. Se sumió en la cama algo intrigado. Pero nada le impidió apagar la tele y tratar de oscurecer su mirada. Y su cerebro. Programó el despertador y ya.

A las seis ya estaba ahí. El automóvil encendido y los cristales de ambas puertas arriba. No hizo falta avisarle. Casi en cuanto alcanzó la orilla, justo frente a su casa, ya tenía a su amigo encima de la banqueta. Vámonos, le dijo, sin darle los buenos días.

Qué dice el mejor fiscalista. Qué dice mi contador preferido, mi amigo del alma. Qué dice. Y agarró rumbo al norte. Sin voltear a verlo le explicó que tenían qué verse con alguien muy importante. Pero de botepronto le advirtió que no le diría de quién se trataba.

Tú cállate y escucha. Nada de nada. Vamos a Guamúchil y ya te irás enterando. Es un negocio. Qué un negocio: un negociazo.

Hablaba y hablaba. No se despegaba del retrovisor. No quería “cola”. Ni huellas. Agarró por la libre. Sujetó el volante como pretendiendo que no se le fuera. Y pisó el acelerador. Lo hizo como si estuviera inspirado. Respiró profundo.

Traía en la mirada la seguridad de quien espera buenas noticias. Suspiró de nuevo. Mhmhmh. No le hizo caso a los rayos del sol que empezaban a arañar el firmamento. Mantuvo la mirada de frente.

En Guamúchil ya los esperaban. Una avioneta en excelentes condiciones estaba ahí por ellos. Y despegó cuando apenas se habían acomodado.

Su amigo parecía nervioso pero bien que lo disimulaba. Él no cabía en el asiento. Menos cuando volteaba hacia el voladero. Pero el otro le sacaba plática. Conversaron de todo. Pero del destino no dijeron nada.

Vio las verdes montañas bajo sus pies. Luego pocos caminos y veredas. Monte, mucho. Y emergieron las coníferas. Y ese verde especial, denso, que ninguna pintura iguala.

La nave descendió. Una amplia pista la recibió. Ahí todo era pinos, unas casonas campestres. Gente trabajando en las casas y poblando los vericuetos cercanos.

Un hombre alto los recibió. Cortés y parco. Le costaban las palabras. Pero no dejó de lado su amabilidad. Hablaba con la seguridad que da el dinero. Y así miraba a su visita y ordenaba a sus empleados.

Este es de quién le hablé: el mejor contador del mundo. Lo escaneó primero. Como si buscara algo. El desayuno ya estaba frente a ellos. Éntrenle que no son puñaladas, les soltó, apuntando la comida.

Mire: tengo muchos negocios y dinero. Los tengo en todo el mundo. Y necesito un contador, pero no cualquiera. Uno chingón. Y aquí mi compa dice que eres el mejor. Tendrás mucho y hasta pa’tirar pa’rriba.

Y hablaron generosamente. El contador no le dijo que no. Pero tampoco le dijo cuándo. El otro le ofreció sus teléfonos. Le dijo que eran seguros, que podía hablar. Y prometió hacerlo.

Pasaron los días. Luego fueron semanas. Se vio tentado por tanto billete. La pensó mucho, demasiado. Así que no le llamó. Y su compadre tampoco. Mucho menos para invitarlo a desayunar.

Columna publicada el 26 de septiembre de 2021 en la edición 974 del semanario Ríodoce.

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