Esa mañana llegó temprano. Pocas veces lo hacía. El vehículo júmer se subió al andador. Al mismo tiempo la banda tocaba Las mañanitas. Era el acceso principal de la Facultad de Derecho.
Él mismo colocó una manta gigantesca que podía verse desde la calle: Felicidades Lupita. Así, sin signos de admiración. Tenía alrededor dibujos de muñecos, estrellas y flores de colores. Letras grandes.
Siete de la mañana. Hora de entrada. Y fue él quien recibió a maestros y alumnos, con la banda a todo lo que daba. Traía un chaleco antibalas y ese júmer sin placas, nuevecito.
Una pistola amarrada a la pierna derecha, con fornitura. Un torzal grueso y brilloso adornaba su cuello. Huaraches de tres puntadas, camisa de seda, cinto piteado y dos celulares colgando.
Los billetes doblados en ambas bolsas del pantalón se asomaban. Parecían pelearse entre sí. Competían por emerger a esa mañana de noviembre y ver las mujeres alrededor de la tarola. Meneaban sus talles y aplaudían con las suelas.
También los maestros se congregaron ahí. Las clases se interrumpieron. El sonido paseaba y se metía en aulas, pasillos y oficinas. La tuba imponía entre las trompetas. El trombón jugaba con el viento. Y todo por Lupita, la novia.
Decían que traía más armas, muchas, dentro de la camioneta. Que eran miles de dólares los que danzaban en sus bolsas repletas. Que ese muchacho de escasos 22 años era hijo, sobrino, nieto de alguien pesado.
Frente a ellos las plantas, arbustos del jardín del andador, estaban destrozadas. Esa unidad motriz, aparentemente blindada y con fachada de tanque militar había pasado por encima de todo: las flores, las clases y el tiempo de los demás.
Alguien del plantel pareció conocerlo. Tuvo cuidado en acercarse a él a eso de las ocho. Cinco jóvenes de mayor edad lo rodeaban. Parecían custodiarlo. Pero no fue necesaria la intervención de ellos cuando le pidió que se alejara del acceso principal.
Y así lo hizo. Pasó de nuevo por encima del andador y sus jardines. Se encaramó del otro lado del estacionamiento, en pleno desnivel. Ahí le siguió: un veinticuatro para empezar y la banda para continuar bailando.
La bola de jóvenes lo siguió. Allá soltaron brazos y caderas al aire. Sobaron sus cuerpos quebrándolos, frotándose unos con otros. Los botes de tecate pasaban de mano en mano. Y ya de regreso, vacíos, terminaban en el asfalto.
Adentro, en las aulas, había clases y no. Los maestros seguían ahí, entre pasillos. Las aulas semivacías y huecas. Los que estaban frente a los pizarrones no tenían alumnos o eran muy pocos.
Dos horas de música de viento, baile y festejo. Accedió a dejar el arma en la cabina de la unidad. Los guaruras no. Los botes helados sumaron cuarenta y ocho. Y la banda cumplía dos horas de música.
Algunos profes estaban indignados. Muchos alumnos felices. Y las autoridades del plantel parecían sordas. Y mudas. Había una fiesta en ceú. Clases abortadas y gente con muchos billetes verdes y armas.
Y no era nada. Apenas un baile, una serenata. ¿Y quién es él?, preguntó un maestro de la facultad: era un alumno, futuro abogado y actual dueño de la universidad.
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Artículo publicado el 05 de septiembre de 2021 en la edición 971 del semanario Ríodoce