Malayerba: Prófugo

Malayerba: Prófugo

Los abogados, los organismos defensores de los derechos humanos y uno que otro del bajo mundo se lo dijo: vete. Sus amigos, todos extranjeros, estaban muertos. Los encontraron en una zona enmontada, con torturas cavernarias y orificios de bala generosamente distribuidos.

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Quedas tú, pronunció la novia. Decidieron que lo iban a esconder aquí y allá, mientras las cosas se calmaban. Lo metieron a una casa y luego a otra y a otra. Así anduvo, a salto de casa, esperando salvarse. Él insistió que lo llevaran al aeropuerto ya, que se regresaba a su país. Pero sus allegados le advertían que todo podía pasar una vez que pisara la calle. Y se calmaba.

Sus amigos habían llegado a la ciudad para estudiar. Rápido se introdujeron en varios espacios de la vida local y en pocos días ya tenían amigos. Se enteraron con esa rapidez de los negocios, del narcotráfico y sus capos, y no hizo falta mucho para que se dieran cuenta de las guapuras culichis y sus contoneos desbordantes.

Ya tenían una fiesta en tal colonia, ya les invitaban un café en alguna residencia ubicada en un sector pudiente, ya los convidaban a comer a tal restaurante, ya se extraviaban en los caminos de los vellos marcadas en espaldas y bajo ombligos femeninos. Luego luego hicieron deporte de fin de semana y a más de alguno lo invitaron a formar parte de equipos de futbol y basquetbol.

Los extranjeros fueron rápidamente incorporados a la dinámica citadina, sus esquinas y aceras, sus sótanos y también el cenit cotidiano de los placeres carnales y climáticos: navegaron las aguas profundas, esculcaron en las grietas, fueron espeleólogos de piezas humanas y sus tibiezas, paquidermos del pavimento y la noche, eclécticos de los amaneceres en aires ajenos.

Por eso se pusieron en la mirilla de los fusiles automáticos. Y sucumbieron. Se metieron tanto que ya no encontraron cómo salir, y cuando por fin parecían emerger y recuperar a bocanadas el aire puro y perdido, se toparon con los hocicos fríos en espera de la calentura efímera del disparo, del gatillo jalado.

Desaparecieron algunos días. Cuando los encontraron, estaban bocabajeados, mordiendo la maleza y el lodo, escampando entre grillos y chapulines y hormigas, próximos a los gusanos. Él les moqueó en lo público pero se derrumbó a solas. Su novia lo consoló y los amigos, con los esfínteres hechos nudos, lo asilaron: cada casa un escondite, cada puerta un latido, cada paso o voz extraña un sobresalto.

Pasaron meses. Lo sintieron a salvo y salió. Gozó y gozó su libertad y esa entrepierna. Embarazó a la novia y cuando supo que iba a ser papá, huyó. Ella soltó el llanto y se aferró al embrión. En un momento de lucidez y añoranza, gritó: ojalá lo hubieran matado al cabrón.

Esta columna se publicó por primera ocasión en la edición del 16 de agosto de 2013

 

Columna publicada el 11 de julio de 2021 en la edición 963 del semanario Ríodoce.

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